
Algunas mujeres son…
Lola
Nada más verla me enamoré de ella y supe que sería la mujer de mi vida. No soy un hombre que se deje arrastrar por las primeras impresiones, pero los años a su lado me han venido a dar la razón.
Con ninguna otra mujer, exceptuando a mi madre, he compartido tanto tiempo. Se convirtió con su buen hacer en esa persona que uno quiere tener siempre a su lado, encajando en todos y cada uno de mis sueños. Si alguna vez imaginé una compañera sin duda estaba pensando en ella.
Las relaciones entre los hombres y las mujeres siempre hacen que uno deje de frecuentar amistades, la nuestra no iba a ser una excepción.
El primero en desaparecer fue mi psicólogo. A él acudía desde que entré en la adolescencia para intentar superar determinados traumas infantiles relacionados con el alcoholismo de mi padre, los malos tratos que dicha enfermedad causaba en mi madre, su muerte de forma accidental en la bañera de casa… Las palabras me salían solas cuando tocaba este tema con ella, sin sentir que debía cuidarlas para que no me aumentaran la dosis de la medicación por haber dicho lo que no debía o en la forma en que no debía. Ella escuchaba con atención mis palabras sobre el tema sin retorcer un bolígrafo entre sus manos, o poner ojos de lobo a punto de saltar sobre la presa. Jamás dijo:
—Ésas no son formas de superar lo que sucedió, y lo sabes.
Ni mucho menos:
—Tu tiempo se ha terminado por hoy, tendrás que volver la próxima semana y no faltes a la cita como estás haciendo últimamente.
Una vez me libré de aquel imbécil que me hacía revivir una y otra vez los horrores de mi infancia para que mi madre continuara extendiéndole un cheque todos los meses, me sentí aliviado. Las pesadillas con mi padre poco a poco fueron despareciendo. El recuerdo del rostro golpeado y sangrando de quien me dio la vida se evaporó como si nunca hubiera existido.
El tiempo del psicólogo se lo dediqué a ella, porque con su forma de tratarme había conseguido que de una vez por todas saliera de todo aquello. Lo había logrado con esa mirada de tranquilidad que transmite, sin pastillas, sin imposiciones de conducta. Podía ser yo cuando estaba a su lado, libre de todo, incluso del pasado. Ella fue la cura a mis traumas infantiles sin lugar a dudas.
A la par que me fui alejando del psicólogo lo hice del Padre Miguel. Mis conversaciones con él en el confesionario o en la sacristía se fueron espaciando. El sacerdote había sido como un miembro más de mi familia desde que yo alcanzo a recordar. Era el confesor y confidente de mi madre, y aunque siempre he sospechado que entre ellos había alguna cuestión más jamás pude confirmar mi teoría, pero cuando yo entraba en la sala ambos sostenían juntos un rosario, y cuando yo le miraba, él siempre quitaba la mano.
Para Don Miguel todo cuanto yo pensaba era pecaminoso y mis conductas indecorosas e impropias de un hombre pío. Sus consejos se basaban en que reprimiera mis actos, los cuales a su entender eran dictados por el mismísimo Lucifer. Que de no enmendarme acabaría como mi difunto padre, con la cabeza abierta y ensangrentada porque Dios se había visto obligado a castigarle ya que intentaba convertir su casa en Sodoma.
Tentado estuve en cierta ocasión de hablarle de ella, pero me lo pensé mejor, jamás le hice mención, no hubiera entendido nada y además le hubiera ido con el cuento a mi madre, quien hubiera rezado no sé cuántas letanías con sus correspondientes rosarios para que su hijo no se descarriara como hizo su difunto marido.
Cambié el olor del incienso de la iglesia de la tarde de los domingos acompañando al cura por estar con ella. Sé que se lo contó a mi madre por una conversación que tuvimos el mismo día que hacía dos años iniciamos nuestra relación:
—Hijo, deberías traer a casa a la muchacha con la que te ves las tardes de los domingos, para que pueda conocerla. Mira que ya una está mayor y cualquier día me voy de este mundo sin saber con quién dejo a mi único hijo.
—Madre, ¿Quién le ha dicho a usted que me veo con una mujer?
—Las madres lo sabemos todo. Además, antes dormías la siesta hasta que ibas con Don Miguel, y ahora apenas si tomas el café antes de salir de casa. Además, algunas noches regresas muy tarde, casi de amanecida, yo entiendo que los hombres tengáis necesidades…
—Calle, calle usted, madre, que todo son figuraciones suyas.
—No, hijo, yo sé que no.
—Entiendo que quiera verme casado, que le asuste que me quede solo cuando usted falte, pero recuerde que juré ante la tumba de padre que jamás la abandonaría, y he cumplido mi promesa. Además lo de pasar por el altar lo hace uno cuando es joven, y por si no se ha dado cuenta ya peino algunas canas.
Después me levanté dejándola con la palabra en la boca, se me hacía tarde para estar con ella.
Madre falleció un lustro después de tener aquella conversación y mientras tanto nada cambió.
Continué saliendo de casa nada más tomar el café la tarde de los domingos para encontrarme con ella. Al principio pasábamos el tiempo abrazados, luego comencé a quedarme en su cama alguna que otra noche. Desde que mi madre falta rara es la noche que no busco la compañía de Lola.
Lola, mi Lola, así la llamo yo porque nunca me ha dicho su verdadero nombre. Yo le puse Lola la tarde que la conocí. Desde entonces siempre ha sido Lola, mi Lola. Lo es desde que cruzo el umbral de su puerta hasta que dejo sobre la cómoda el dinero antes de salir de su casa para bajar la escalera, y en la misma cruzarme con cualquier hombre que al sentir sus abrazos no la llamará Lola.
Galiana