
Corría el crudo invierno y yo, abrigado literalmente hasta las cejas, atravesaba el centro de Madrid para unas gestiones en mi desigual duelo contra el fisco.
En medio de un frío que helaba hasta los pensamientos la visión de esta señorita en su escaparate me espabiló el entendimiento. Al innegable atractivo qué también pueden poseer los maniquíes se unió mi alivio.
El tsunami de puritanismo que nos anega aún no ha conseguido proscribir la libre sexualización social. No al menos totalmente. Aún hay esperanza.


