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Me despertó la luz que se filtraba por las persianas dándome en los ojos. Supongo que por eso pensé que era muy tarde y salté de la cama. Fue mientras buscaba las zapatillas, aún medio dormido, cuando me percaté: ¡aquella no era mi cama! Miré a mi alrededor y escruté el resto del mobiliario de la habitación: nuestra foto de boda sobre la cómoda, los cuadros, la lámpara que nos regaló mi hermana, el armario de caoba… Todo en su sitio, salvo esa cama insulsa de tamaño individual que no era la mía, o –mejor dicho– la nuestra. Ángela y yo dormíamos en una cama enorme donde incluso cabían las niñas. Varias veces, siendo más pequeñas, se habían metido a dormir con nosotros.
No pude evitar que la inicial sensación de pánico se transformase en enfado y comencé a gritar. Llamé a Ángela, maldije a quien se hubiera atrevido a gastarme esa pesada broma y hasta blasfemé mientras recorría la habitación a zancadas como una fiera enjaulada. Iba a salir al pasillo cuando se abrió la puerta y apareció una jovencita que al principio no reconocí. La veía rara, distinta, como más mayor que sus catorce años; pero era Mercedes, la pequeña. «¿Quién ha sido?», le pregunté con un gruñido y retrocedió asustada. Creo que le reproché algo sobre su aspecto (¿qué te has hecho en el pelo?, o algo parecido) y le pedí que llamase a su madre. Se dio la vuelta corriendo y se fue llamando a Ángela. «Mamá, mamá, corre», gritaba por el pasillo. Salí en pos de ella y me planté en el salón. Allí se me vino el mundo encima y a punto estuve de caer al suelo. No reconocía absolutamente nada; ningún mueble ni enser me era familiar. Algo empezó a subirme desde el estómago, como una ola de calor nauseabunda, y tuve que apoyarme en la pared para mantenerme en pie.
Al instante llegó una mujer seguida de mi pequeña y tras ellas un tipo bigotudo en pijama. A ella la recuerdo con aspecto joven, en la cuarentena como mucho, elegantemente vestida y con determinación en su porte y su mirada; todo lo contrario que él, que me causó rechazo de inmediato. La mujer llegó hasta mí y me sujetó del brazo, ayudándome a no caer. Me llamaba papá y decía algo sobre unas pastillas. «Ángela, que venga mi mujer», era lo único que balbucía yo. Finalmente me recompuse, me erguí como pude y presté atención a sus palabras. Decía ser mi hija Nines, la mayor, y que no debería haberme levantado, que tenía que estar todo el día en la cama. Aturdido, me negué a volver a «esa» cama. Es curioso cómo en una situación tan extraña lo único que parecía importarme era la cama. No quería volver a ella, de modo que, cuando regresé a la alcoba, me quedé pegado a la puerta, escuchando.
—Nines, esto no puede seguir así. Está yendo a peor. Hay que llevar a tu padre a una residencia y que lo cuiden especialistas. Nosotros ya tenemos bastante—. El que hablaba debía de ser el tipo del bigote.
—Eres un ingrato, además de un parásito—. Era la voz de Nines, cargada de desprecio—. No te importó «seguir así» cuando te quedaste en paro y nos dejó su casa para vivir ni cuando te cobras su pensión todos lo meses. Por no hablar de todas las veces que nos ha ayudado antes. Podrías vestirte, al menos.
El hombre refunfuñaba algo que no alcancé a entender, pero ella no le dio tregua.
—¡Fin de la discusión! Es mi padre y no pienso abandonarlo en ninguna residencia. Además, ya nos lo avisó el doctor: es una medicación experimental, muy nueva, y es normal que empeore antes de empezar a mejorar. Y, si Dios quiere, curarse—. Esto último lo añadió tras una pequeña pausa, casi llorando.
En ese momento salí al pasillo, llegué al salón y miré a esos extraños que ahora me observaban callados, alterados por mi presencia. Aunque una especie de rumor empezaba a colarse entre mis pensamientos diciéndome que aquello era real, todavía no entendía nada de lo que estaba sucediendo y no pensaba rendirme y mucho menos acostarme como un buen perrito en aquella dichosa cama. Al contrario, en ese momento vino a mi mente el recuerdo vivo y fresco de la discusión que había tenido el día anterior con mi hija mayor, Nines. Ella tenía diecinueve años y no podía ser esa señora que se hacía pasar por ella, así que llamé a Mercedes, la pequeña, que se aproximó a mí.
—Dile a tu hermana que lo de anoche iba en serio. No apruebo en lo más mínimo a ese novio que se ha echado, el tal Andrés. Es un soberano imbécil incapaz de hacerla feliz.
Acto seguido me giré y me dirigí a mi cuarto, dejándolos allí. Mientras cerraba la puerta oí como la mujer decía que yo tenía razón y se dirigió al hombre llamándolo Andrés.
Este fue uno de mis últimos achaques y puedo recordarlo, al igual que los otros, porque la medicación funcionó de verdad. Poco a poco fueron desapareciendo los temblores, las ausencias y definitivamente los olvidos. También desapareció Andrés de la vida de mi hija, pero esto no tuvo nada que ver con la medicina.











