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Como todos los días, el despertador de Arturo sonó a las 7 de la mañana y, fiel a sus rutinas, cumplió con el ritual: se remojó la cara tres veces, se cepilló los dientes con catorce pasadas por los dientes superiores y otras tantas por los inferiores, desentumeció sus músculos mediante estiramientos durante cinco minutos y a las siete y cuarto se preparó el desayuno: un Cola-cao con pistachos, la combinación perfecta de proteínas, grasas e hidratos con las necesarias vitaminas, fibra y minerales. Tras cada sorbo de la bebida engullía un pistacho y colocaba cuidadosamente la cáscara delante de él, ordenándolas por tamaño.
Cuando hubo terminado, Arturo fregó la taza y la cuchara y guardó las cáscaras de pistacho en la caja compartimentada donde las conservaba para sus construcciones. Hacía poco había terminado la Sagrada Familia y ahora estaba haciendo acopio para acometer una reproducción del Big Ben.
Dieron las ocho y Arturo se asomó a la ventana. La ciudad comenzaba a desperezarse bajo un cielo que lucía límpido y gris. No se avistaban nubes anunciando lluvia, pero hacía mucho frío. Tendría que abrigarse. La consulta del doctor Ramírez quedaba lejos e iría andando. Aunque estaba respondiendo satisfactoriamente al tratamiento, algunos aspectos del mismo necesitaban más tiempo. Las multitudes seguían poniéndolo muy nervioso y no soportaría coger el metro o meterse en un autobús a esa hora principal del día.
La caminata hasta la clínica fue una confirmación de su mejoría. Vio a una pareja paseando con un perro e ignorando las heces que éste había depositado al pie de un árbol, pero Arturo se controló. Hasta no hacía mucho su reacción habría sido coger él mismo los excrementos y restregárselos por la cara a los dueños del animal. Sin embargo, se limitó a quedárselos mirando con gesto de reproche y continuó su camino.
Antes de llegar a la clínica se detuvo en un mercadillo a comprar el pan y soportó con estoicismo la perorata de una clienta que le contaba su vida al dependiente y le preguntaba por las características de todos y cada uno de sus productos para no comprar ninguno. Se mordió la lengua y esperó su turno venciendo la tentación de pegarle fuego al abrigo de visón de la señora.
A las diez en punto estaba llamando al timbre de la consulta del doctor y éste lo recibió casi puntual cinco minutos después consciente de lo intolerante que Arturo era con la impuntualidad. No se arriesgaría a provocarlo. Lo encontró hojeando una revista en la salita de espera mientras marcaba con el pie el ritmo de la música que sonaba a través del hilo musical. Buena señal.
—Realmente te encuentro bastante mejor. Te felicito —afirmó el médico en su despacho después del resumen que Arturo le había hecho de su semana. Mientras hablaba tumbado en el diván, el doctor lo miraba fijamente, examinando con atención todas las expresiones del paciente, asintiendo con la cabeza.
—Gracias, doctor. La verdad es que ha habido ocasiones en que me ha costado bastante controlarme, pero ha pasado sin incidentes.
—Bien, no podemos descuidar el control de los ataques de ira, por supuesto, pero hoy me gustaría trabajar más en tu sentido del humor. Tienes que buscarlo dentro de ti. ¿Has pensado en ello, tal y como hablamos la última vez?
Arturo iba a contestar algo cuando unos conocidos acordes comenzaron a sonar por el hilo musical seguidos de la voz de Maria Carey. La Navidad se venía encima y el villancico All I want for Christmas is you se escuchaba por doquier. Arturo se incorporó de un salto y se dirigió hacia el doctor, el cual comenzó a pulsar frenéticamente el botón del interfono pidiendo a su secretaria que apagase el hilo musical presa de un evidente terror. Arturo llegó hasta la inmensa mesa del médico y se abalanzó sobre él poniéndole en el cuello un abrecartas que había cogido de su mesa. Su voz se transformó en un gruñido susurrante.
—Odio esta maldita canción. No puedo soportarla, doctor. —La cara de Arturo era la viva imagen de la determinación, sin reflejar emoción alguna salvo una ira irrefrenable.
—Por favor, Arturo, no lo hagas, por favor —suplicó el psiquiatra. La voz de su secretaria preguntando qué pasaba se oía por el interfono.
La música cesó de repente y Arturo esbozó una pequeña sonrisa. Inmediatamente la amplió y comenzó a reír con grandes carcajadas.
—¿Qué le ha parecido mi sentido del humor, doctor? ¡Era una broma!












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