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El vaivén del tren, no me impidió verla entrar, arropada, por el gentío que la arrastraba.
Su pequeña estatura y su caminar bamboleante, no le quitaban elegancia. Sus cabellos blancos, tan blancos como su piel, me recordaron, a mi más tierna infancia. Me levanté, le tendí la mano para que ella se sentara. Me sonrió y aceptó mi asiento con una dulce mirada.











