Continuamos el relato de ayer
EL ENCIERRO
Llevaban ya dos meses en ese agujero y cada vez estaban más nerviosos. Habían cerrado la puerta con diez candados para evitar que nadie entrara, sin embargo, eso también suponía que ninguno de ellos podía salir de allí.
Mario cada vez estaba más paranoico y no tenían ningún tipo de comunicación con el exterior. Una cosa que no habían previsto cuando se encerraron, era que allí abajo, rodeados de hormigón, no llegaba la señal del móvil, ni de la radio. Estaban totalmente incomunicados.
Había víveres para más de un año y el lugar era confortable, aunque no por ello se sentían mejor. Las broncas eran constantes. Carla exigía salir de su encierro para comprobar si todo había vuelto a la normalidad y Mario se negaba en rotundo. No podían estar seguros de nada.
Elisa, con sus catorce años no hacía nada más que quejarse. Los primeros días tuvieron que darle un calmante puesto que se puso a golpear las paredes para intentar salir. No soportaba ese encierro en un lugar tan pequeño. Al final se fue acostumbrando y se quedaba acurrucada en el rincón más espacioso del bunker. Alex, el pequeño de la familia, lloraba mucho porque no podía jugar con la Play. Fue entonces cuando se aficionó a Julio Verne. Su padre había bajado al sótano gran parte de su biblioteca para que, al menos, pudieran leer.
Los días transcurrían sin novedades, se despertaban, tomaban su desayuno, leían, discutían, comían, discutían, merendaban, discutían, cenaban y se acostaban. No podían hacer nada más, habían caído en un círculo vicioso del que no eran capaces de salir, en una espiral de angustia y de odio entre ellos.
Mario se había convertido en un déspota que imponía su voluntad sin atender a razones. Siempre había tenido miedo a la llegada del fin del mundo, bien por una plaga, por una amenaza nuclear o por una invasión, como estaba ocurriendo ahora. Por eso había construido el refugio, sin embargo, no se daba cuenta de que la mayor amenaza para su familia venía de dentro.
─No podemos seguir así ─le recriminaba su esposa.
─ ¿Y qué quieres que hagamos? ¿No sabemos lo que está ocurriendo ahí fuera?
─Precisamente por eso lo digo ¿Y si todo ha sido una falsa alarma? ¿Y si ya ha pasado el peligro? No podemos estar encerrados toda la vida, los niños se están consumiendo aquí dentro y tú y yo ya no somos los mismos. Hace ya dos meses que ni siquiera mantenemos relaciones.
─ ¡No me puedo creer que el mundo se esté viniendo abajo y tú solo pienses en echar un polvo!
─Pues sí pienso en ello, ¿qué pasa? Si el mundo se va a la mierda por lo menos antes de morir haré algo bueno.
Mario miraba a su mujer con cara de asombro, no podía creer lo que estaba diciendo. Además estaban los niños delante, que ni siquiera hacían caso de la nueva discusión entre sus padres.
Esa misma noche, cuando todos dormían, Carla se levantó y fue hacia la puerta de salida, esa puerta que estaba blindaba y protegida con diez candados. Las llaves estaban guardadas en una caja fuerte de la que solo Mario conocía la combinación. No había forma de abrirla, ni siquiera se atrevió a intentarlo.
¿Y si Mario moría por alguna causa? ¿Qué iba a pasar con ellos? Morirían sepultados en su refugio. Comenzó a alarmarse, las cosas no podían continuar así, debía hacer algo ¿Pero qué? Cada vez eran más las noches que pasaba en vela buscando una solución al problema.
A la mañana siguiente se oyeron unos golpes en la puerta. Había alguien fuera, se oían murmullos y martillazos.
─ ¡Mario, Mario, despierta! Hay alguien fuera.
Se levantó sobresaltado por el ruido y por el nerviosismo de Carla. Fue corriendo hacia la puerta y pegó la oreja para intentar escuchar lo que ocurría fuera. El bunker estaba bien insonorizado y apenas se oía nada.
─ ¿Qué vamos a hacer? ─preguntaba la mujer con el miedo asomando en sus pupilas.
─No voy a dejar que nos cojan. Tenemos que cumplir con lo planeado.
Carla comenzó a llorar, no podía creer que esto estuviera pasando. Antes de nacer los niños, habían hablado del tema. Los dos eran muy aficionados a las películas catastrofistas y tenían claro que no se iban a dejar capturar de ninguna de las maneras, antes acabarían con sus vidas. Ahora la cosa había cambiado, porque tenían dos hijos a los que proteger, aunque Mario no lo veía de esa forma. Seguía pensando que la única solución era acabar con todo, porque esto no podría ser tan malo como el ser capturado e incluso torturado de todas las formas que su imaginación era capaz de concebir.
─Por favor, Mario, déjame que compruebe si el peligro ha pasado.
─ ¿No te das cuenta de que ya están aquí?
─Me doy cuenta, lo que no sabemos exactamente es quiénes están aquí ¿Y si son los vecinos? Vamos déjame comprobarlo. Solo será un instante.
Sin que pudiera evitarlo, recibió un golpe en la cabeza que la dejó inconsciente. Los niños todavía dormían y no se daban cuenta de nada. Abrió la llave de gas de la cocina y se tumbó en la cama al lado de su mujer y de sus hijos.
La muerte llegó como una dama silenciosa robando el aliento de la familia Jiménez. Ninguno se enteró de nada, solo el padre rezó una plegaria en silencio.
Al día siguiente, en el área de sucesos de los periódicos se podía leer esta noticia:
“Hallados los cadáveres de un matrimonio con sus dos hijos en un zulo de la Calle del Mar en Alicante. La policía fue alertada por los vecinos, que llevaban sin ver a la familia algo más de dos meses. Tardaron tres días en lograr acceder al bunker, donde se encontraron con la siniestra escena. No se apreciaron signos de violencia, exceptuando que la mujer tenía un fuerte golpe en la cabeza. Según manifestaciones del vecino del número cinco, el marido había caído en una fuerte depresión después de la muerte de su madre. La última vez que vio a Mario, así se llamaba el fallecido, fue una mañana de agosto, cuando se preparaban para marchar de vacaciones. Se ha decretado el secreto del sumario hasta que se puedan esclarecer los hechos. Es muy posible que estemos ante un nuevo caso de violencia doméstica”
María del Carmen Navas Hervás