‘Pa’ habernos ‘matao’ por @VictorFCorreas, serial sobre el duque de Alba, incluye el podcast de @ivoox: «Que haya paz»

Capítulo 29: que haya paz

Que España y Francia tenían que dejarse de tanta hondonada de hostias y darse la mano de una santa vez rubricando un tratado de paz o lo que fuere, pero que fuere, se veía de aquí a Lima. Y eso fue lo que ocurrió el 3 de abril de 1559 con la firma del Tratado de Cateau-Cambreris. ¡Aleluya, aleluya, aleeeeluuuuyaaa! Un oasis en la historia política del siglo XVI, tal y como lo califica William S Maltby en El gran duque de Alba, que se mantuvo hasta final de siglo con escasas alteraciones, y que se tradujo en cosas muy interesantes. A saber: intercambio de los últimos territorios conquistados entre franceses y españoles, la boda de Felipe segundo con Isabel, la hija del rey francés, Enrique segundo —el gran amor de su vida si nos atenemos a lo que explican los biógrafos de su majestad filipina—, y el repentino cierre de sesión de Enrique por querer marcarse un Hombres G —voy a pasármelo bien, por concretar—. Y, en ese escenario, don Fernando Álvarez de Toledo como starring, o sea, personaje principal del cotarro.

Para empezar, Felipe segundo estaba dando palmas con las orejas una vez retirado de Italia el ejército francés y conseguida la paz con su santidad. Pero la alegría no siempre es completa, y hete aquí que los franceses seguían a lo suyo, o sea, tocándoselos con ambas manos en la frontera entre Flandes y Francia. A comienzos de 1558, el duque de Guisa había conquistado la plaza de Calais y los últimos reductos ingleses en aquella zona de la costa francesa. No contentos, los franceses dijeron sus y a por ellos y se lanzaron a por Flandes y Luxemburgo. Y Bruselas, a un paso; y los bruselenses, acojonados no lo siguiente. Así que a Felipe no le quedó más remedio que hacer dos cosas: la primera, pedir ayuda a Inglaterra —subiendo a Londres en persona—; la segunda: instar a don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel que subiera también a la de ya. Lo que este último hizo a finales de 1557 después de apaciguar las cosas en Milán, pues los soldados se quejaban de lo de siempre: el retraso de sus pagas. Conociendo como los conocía y para evitar tonterías, les adelantó una de su bolsillo, y escribió a la gobernadora del rey en su ausencia, la princesa Juana, para que hiciera lo posible y esos soldados cobraran al menos algo, por el amor de Dios. Que luego se desmandan y tal y pasa lo que pasa. 

Los franceses se relamían pensando en obtener cosas gordas de Flandes, y lo que se llevaron fue un soberano sopapo en la batalla de Gravelinas, librada el 13 de julio de 1558, que acabó con victoria del ejército de Felipe segundo gracias a la dirección del conde de Egmont —diez años después autorizaría su decapitación— y a la flota inglesa enviada por su churri, o sea, María Tudor. El resultado de estos acontecimientos fue la coincidencia de pareceres entre Enrique y Felipe de arreglar las cosas de una santa vez, toda vez que veían asomar las orejas a un enemigo común —el calvinismo, que galopaba desatado tanto en los Países Bajos como en Francia— y las haciendas de ambos reinos estaban más tiesas que la mojama —la española, rehaciéndose de la bancarrota declarada el año anterior. 

Como gesto de buena voluntad, Felipe liberó a Anne de Montmorency, mariscal de Francia al que tenía preso desde la batalla de San Quintín, ocurrida también el año anterior. Francia ofreció casar a la joven princesa Isabel de Valois, hija del rey; y España contestó que muy bien, que para eso estaba disponible el hijo de Felipe, el príncipe don Carlos. Pues ya está, todos contentos.

Peeero… María Tudor cerró sesión el 18 de noviembre. Por consiguiente, Felipe quedaba viudo. Sus diplomáticos dejaron caer que no le importaría casarse con la nueva reina, Isabel, hija de Enrique octavo y de Ana Bolena. Total, ya era consorte y lo mismo daba una que otra. Los ingleses dieron largas, por lo que el hijo —el príncipe Carlos— quedó compuesto y sin mujer y quien volvió a casarse fue Felipe. Era su tercer matrimonio tras los fallecimientos de María Manuela de Portugal y la Tudor. Pues ya está, todos contentos, y ahora sí que sí.

Quedaba negociar la paz entre ambos reinos, negociación en la que el duque de Alba tuvo un papel esencial como uno de los cinco representantes de la monarquía española junto a Ruy Gomez de Silva —ole, ole y ole—; Guillermo de Orange —con quien se las tendría tiesas diez años después—; Antonio Perrenot de Granvela, el futuro cardenal Granvela; y Viglius van Aytta de Zwichen, presidente del consejo de Flandes. Seis meses de duras negociaciones, como cuenta Maltby, toda vez que había que determinar devoluciones territoriales de todo tipo y diversa índole, como se dice en estos casos. En ese momento, el duque podía presumir de una hoja de servicios impecable: victorias contra los franceses y su santidad, y parte indispensable en la negociación para la paz entre España y Francia. Cómo no iba a creer ese hombre que se había ganado el derecho de regresar a casa, pero más si cabe sabiéndose acreedor de un puesto destacado en la corte de Felipe segundo, como lo había tenido en la de su padre Carlos. Seis meses de duras negociaciones de los que sacó en claro una amistad con el mariscal Montmorency.

Y sí, hubo boda por poderes y regocijo en Notre Dame el 22 de junio. El duque, que como cuenta Maltby había asombrado a los franceses por ir siempre a lo Johnny Cash —de negro, por aclarar—, se presentó a la boda «vestido en paño y oro y tocado de corona imperial». Más chulo que un ocho. «Le acompañaban su viejo rival, Ruy Gómez de Silva —némesis del duque—, y Lamoral de Egmont», prosigue Maltby. Diez años le cortaría la cabeza a este último. Ya lo contaré, ya…

Acabada la ceremonia, el duque fue el encargado de demostrar que el matrimonio quedaba consumido al menos jurídicamente —«observando la costumbre de la época, Alba se retiró a la cámara nupcial, colocó brevemente un brazo y una pierna sobre la cámara y se marchó», cuenta Maltby—. Como parte de los festejos, el 30 de junio se celebró un torneo de justas en el que el rey Enrique se empeñó en participar. En el último lance contra un joven oficial de la guardia escocesa, la lanza de este último se rompió y una astilla entró por la visera real y le atravesó un ojo. Cerró sesión diez días después, dejando cuatro hijos y ninguno en edad de reinar. 

Así que, como he escrito líneas más arriba, don Fernando Álvarez de Toledo se había ganado el derecho de regresar a casa y de reclamar lo que le correspondía.

Angelico…

Ahora dale al podcast en ivoox, recuerda hay variaciones entre el texto y el audio.

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@VictorFCorreas

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