¿Hasta dónde puedes llegar por amor? ¿Hasta qué punto el sacrificio es realmente tu elección o simplemente una imposición? Descubre cómo ella decide finalmente liberarse de las ataduras del pasado, enfrentándose a su propia verdad. ¿Estás listo para acompañarla en su viaje hacia la libertad?
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Indomable
Nunca fui la mujer que él quiso que fuera. Quizás lo supo, o lo intuyó, pero jamás lo aceptó. Siempre pensó que con el tiempo me doblegaría, que mi independencia era solo una fase, una rebeldía pasajera. Él creía en ese cuento antiguo de «ama de casa sumisa», una mujer que vive para el hogar, los hijos, y sobre todo para él. Yo también lo creí un tiempo, debo admitirlo. En los años 70, esa era la norma, la expectativa para nosotras. Así que nos casamos jóvenes, como todos, y pronto llegaron los hijos. Tres hijos en rápida sucesión, una vorágine de pañales, llantos y carreras a urgencias. Tres ataduras, aunque me duela decirlo así, pero no mentiré: fueron tres cuerdas que me amarraron más a una relación que empezaba a asfixiarme.
Aguanté mucho por ellos. Por amor, también, sí; a mi manera, siempre le quise. No puedo negar que había en él un encanto enigmático, ese magnetismo que te atrapa y te convence de que estás dispuesta a ceder un poco más de lo que deberías. Pero, qué engañoso puede ser el amor cuando se entremezcla con las expectativas de otros, con esa voz de fondo que insiste en que las mujeres tenemos que soportar, ceder y conformarnos.
Mi padre, en cambio, nunca fue así. A él le debo mi fortaleza y mi espíritu libre. Él me mostró que la libertad es un derecho, y que no hay género que lo limite. Me enseñó a pensar, a ser crítica, a valorar mi independencia y a no dejarme dominar. Y así, aun cuando mi marido intentaba imponer su voluntad, cuando pretendía controlarme o guiarme como a una marioneta, yo sabía que eso no iba conmigo.
Recuerdo una vez, una noche amarga en la que él se atrevió a levantarme la mano. Quizás pensó que podía «domesticarme» así, como a una niña rebelde. Pero encontró algo distinto. Lo miré a los ojos y levanté una sartén, lista para responder. Esa noche supo que yo no iba a ser su muñeca sumisa, su esposa moldeable. Nunca más intentó lo mismo. Aun así, seguí allí, por los niños, por la vida que habíamos construido, y sí, porque en el fondo, a pesar de sus defectos, había algo en él que seguía queriendo. Una parte de mí, pequeña, pero persistente, siempre creyó que cambiaría, que un día entendería quién era yo en realidad.
A lo largo de los años, él se volcó en su empresa, en sus interminables jornadas de trabajo, en esas cenas de negocios y relaciones públicas en las que se perdía hasta la madrugada. Yo, en cambio, encontraba consuelo en el arte, en los momentos que pasaba pintando, en el cuidado de mis hijos. Mi vida estaba en esos detalles, en el pincel que deslizaba por el lienzo, en las risas de mis hijos, en la música que escuchaba a solas. Era en esas horas de soledad donde de verdad me sentía libre.
Las cosas cambiaron y su negocio empezó a tambalearse. Fue entonces cuando me pidió ayuda, un gesto inusual en él. Me necesitaba, y respondí. Trabajamos codo a codo y, con el tiempo, levantamos lo que hoy es un imperio. Era irónico, ¿no? Él jamás se dio cuenta de que la mujer a la que había tratado de moldear era, en realidad, quien lo estaba salvando. Poco a poco, dejé de ser la sombra detrás del hombre exitoso y me convertí en su igual, aunque él no lo viera así. Él nunca entendió que mi fuerza no venía de él, sino de mí misma.
Y ahora, aquí estoy, en su despedida final, rodeada de gente que lo lamenta, de aquellos que lo conocieron y apreciaron. Estoy llorando, porque al final, a pesar de los años difíciles, a pesar de los golpes emocionales que soporté, nunca dejé de quererlo. Esta vez, mis lágrimas son distintas; sé que se ha ido de verdad y, con su partida, también ha desaparecido el peso de esas expectativas y de las cadenas invisibles que tanto tiempo me amarraron a una vida que nunca fue mía por completo.
Miro la urna que pronto se llevará sus cenizas y pienso que, al final, lo hice. Me liberé, aunque él ya, de ningún modo lo sepa. Jamás entendió que la mujer que tenía a su lado no estaba allí por obligación, sino por elección.
Y ahora, al fin, soy libre.
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