Estamos en el ecuador de…
La Llobera (IV)
25 de noviembre
Luna Llena
El nudo de su estómago precedió al crujido de la madera.
La Luna llena aún reinaba en el cielo, más al este se anunciaba una delicada palidez. Noche y día convivían por instantes, el firmamento adornado con ese tono azulado que no es ya madrugada, ni es aún mañana.
Eran pasos. Pasos pesados hollando la gravilla del jardín, arañando los tablones barnizados del suelo, una cadencia lenta, casi agotada.
Después, el aullido, el grito, el sollozo.
Y el silencio.
No había despertado su compañera, nadie parecía respirar. Sólo Llara, que había pasado la noche en vela, completamente vestida, esperaba temerosa la llegada del maldito.
Comprobó que su hatillo estuviese listo, ya que, lo quisieran o no, marcharía con las primeras luces, antes de que la casa comenzase a funcionar. No le importaría trabajar de fregona, en una fábrica, daba igual; era joven, animosa y salud no le faltaba.
De nuevo, gemidos. Todo el dolor del mundo contenido en un sollozo.
Se quitó los zapatos para no hacer ruido.
Durante el resto de su existencia Llara se preguntó muchas veces por qué había abandonado la seguridad de su lecho, por qué había salido al pasillo, por qué se había acercado a las habitaciones de los señores.
Alguien le respondería que las brujas, por desgracia, tienden a salirse del camino cuando un lobo anda rondando.
Isaac se acurrucaba en el suelo, un hombre adulto encogido y tembloroso, frágil como un niño en el vientre de su madre. La claridad filtrada entre los postigos reveló restos de vello negro, Piel de Luna, retazos del ser que era durante el plenilunio sobre la aún tierna piel humana brillante de sudor, manchada de rojo. Estremecido, lloraba, las manos sobre el rostro, sangre y arañazos en el dorso de las mismas.
Llara halló la puerta abierta. Entró, echó el pestillo e ignoró las preguntas, cualquier recelo, su propia razón: se persignó antes de acercarse al lecho y tiró de la colcha de lana para cubrir la desnudez y la miseria de aquel pobre hombre.
—Vete…niña, por favor…— se lamentó Isaac—, no quiero hacerte daño…él no quiere dañarte…
Se arrodilló junto a él, la mano derecha sobre el revuelto cabello, sin atreverse a tocarlo.
—No me lo hará, pues ya se anuncia el Sol en el cielo y la Luna comienza a apagarse. —. Tomó aire antes de continuar, antes de asumir su linaje y su destino: enterró las yemas de los dedos entre el pelo empapado y despeinado con delicadeza de mariposa; Isaac se removió a su toque —. Una peseta para pagar a la bruja y le preparo un ungüento que calme su dolor y conforte —vaciló—…al lobo. No es avaricia, señor, pues la cosa es que tiene usted que pagar en plata a la llobera, que sólo las esposas o las amantes confortan a su lobo sin plata o precio.
—A las brujas se las paga, decía mi madre…hay que joderse…está bien…
—Cúbrase pues. No toque las heridas, no intente arrancarse la Piel de Luna tampoco. —Se alzó, se acercó a la ventana—. Correré las cortinas para que entre la luz, señor, que le hará bien.
Arrugó el rostro el hombre con el resplandor de la mañana en tanto Llara regresaba a su lado.
—No tardaré, don Isaac.
—Lo más fácil es que no vuelvas…
Un rayo de Sol reptó sobre la alfombra, alcanzó los pies descalzos de Llara y, despacio, se deslizó sobre su ropa, su piel, coronándola finalmente con el río de oro de su cabello suelto; era la fragilidad de una chiquilla humana y la fuerza de una deidad pagana.
—Volveré: me debe una peseta de plata.
Los huesos le dolían. Los músculos gritaban a cada movimiento.
A pesar de todo se incorporó, apoyando la espalda contra el respaldo de la cama, traspuesto por la maravilla de un instante.
Isaac había visto muchas cosas en su vida, algunas terribles, otras agradables, hasta gloriosas y dignas de ser glosadas; pero jamás había visto algo tan bello e inalcanzable como Llara a la luz del alba.
Volvió. Era una mujer de palabra.
Laurel. Romero. Lavanda a falta de acónito. La cocina se hallaba bien surtida, así que apenas tardó unos pocos minutos en encontrar los ingredientes al tiempo que el agua hervía. Puso todo su empeño en aplastarlos bien, ayudada de aceite de oliva hasta crear una pasta grumosa de olor intenso y fragante. Concentrada en no dejar caer palangana y ungüento, se creyó sola y no escuchó el deslizar contenido de pasos tras ella.
Pronto la casa despertaría; no tenía mucho tiempo.
Isaac esperaba sentado en el suelo; no dejaba de ser un caballero cuando estaba de buenas y, en honor a la verdad, hizo amago de incorporarse para ayudarla con los trastos al verla.
—Has vuelto y todo— murmuró.
—Tengo palabra, señor.
—Cosa rara en una bruja…—gruñó.
Ignoró Llara la pulla. Dejó sus útiles sobre el aparador, se limpió las manos sobre la falda e inhaló con los labios apretados.
—Necesito que se ponga de pie, don Isaac —indicó, las mejillas granas—. Y que se descubra usted…pues lo que la decencia permita.
Si esperaba una respuesta cortante, otro de sus ataques, erró, ya que el joven se limitó a mirarla perplejo antes de asentir con gravedad. Despacio, fruncida la frente, baja la mirada, se levantó y, pudoroso, ocultó su virilidad bajo la colcha arrebujada entre las manos.
—Lamento mucho el incomodarte, Llara —dijo cabizbajo.
Conocía ella ya la desnudez de un hombre, pues solían los leñadores o los pastores que bajaban de las brañas buscar los manantiales para asearse; alguna vez había sorprendido a alguno, apartando luego la mirada, conteniendo una curiosidad que se le escapaba entre las pestañas echadas, por el rabillo del ojo. Decían las comadres de la difunta llobera, aquellas que le enseñaron a hilar canciones para complacer a las guaxas, hechizos que rompían las nubes y palabras y fórmulas para congraciarse con los lobisomes, que nada había de especial en un varón desnudo, que si era joven, de buen ver y vigoroso, pues podían solazarse vista y ánimos si hombre y mujer gustaban de ello y que tonterías ninguna, pues al mundo venimos sin un solo ropaje y los gusanos del sepulcro no respetan terciopelo o harapos. Más, a pesar de estas palabras, le temblaban las manos, ya que era el joven un hombre apuesto, poco más mayor que ella…y los lobos, aunque se empeñen en negarlo, siempre acaban rondando a las brujas.
Cuidadosa, retiró pedazos de pellejo muerto, de vello oscuro para descubrir la piel humana. Un par de largas cicatrices, de algo más de un palmo, marcaban el costado de Isaac; reconoció Llara en la marca, ya antigua, las garras de otro lobo.
—Me metí con quién no debía —explicó al reparar en el ceño de la chica—. El tipo, un lobo adulto que andaba además medio cojo, pudo haberme reventado y se limitó a dejarme una advertencia.
—Lo siento mucho.
—Me lo merecía —carraspeó—. Si, a veces me lo merezco— bufó finalmente.
Los labios de la chica temblaron, buscando apagar el amago de una sonrisa.
—Dicen que el hombre no recuerda los pasos del lobo y que el lobo duerme cuando es el hombre el que mora en su piel.
—Tonterías —gruñó—. Hombre y lobo sabemos lo que nos traemos entre manos; buscaba pelea y desafié a un Patrón. Me puso fino el amigo para ser un tullido.
Ahora si sonrió Llara abiertamente, alzando la cabeza, brillantes los ojos intentando aguantar la risa. Respondió Isaac con un gesto similar, una curva en los labios entre la barba descuidada.
—Deberías irte ya, chiquilla —advirtió—. En nada van a despertar los criados y no sería adecuado que te viesen rondando mi alcoba.
Nuevamente el rubor en sus mejillas, nuevamente callada. Asintió ella, admitiendo lo acercado de sus palabras y recogió los bártulos. El aristócrata, aún pálido y ojeroso, pero sin duda más animado, volvió a cubrirse de cuello a tobillos sin mirarla. Avanzaba la muchacha hacia la puerta cuando una palabra, dos sílabas sin magia alguna, detuvieron sus pasos como si del encanto más poderoso se tratase.
—Llara.
Se volvió. Ningún hechicero se paraba frente a ella, tan sólo un joven, un hombre; el lobo, lo oculto, ya dormían.
—Gracias.
Balbuceó una despedida inconexa y acelerada.
Los dedos le temblaban al abrir la puerta.
—Llara— escuchó.
Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.
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La próxima semana descubre un nuevo episodio.
















