
¿Cómo se sobrevive al invierno cuando nace entre los brazos que una vez fueron tu refugio? ¿Qué se hace cuando el amor se enfría… y tú sigues ardiendo por dentro?
Bienvenido al lugar donde el calor se perdió… y el alma tiembla sola.
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Un invierno entre sus brazos
No sé en qué momento exacto empezó a morir esto. Solo sé que un día me desperté y ella ya no estaba, aunque su cuerpo seguía al lado del mío. Es una sensación imposible de explicar: convivir con alguien que ya no te ama, tocarle la piel y sentir que estás rozando un abismo.
Y yo… yo no estoy sobreviviendo. Estoy arrastrándome.
Ella habla y me esfuerzo en escuchar, en entender, pero su voz ya no suena como antes. Ayer era calor, era refugio. Ahora es lejanía, es hielo, es una presencia que ya no me pertenece. A veces me habla sin verme. Otras, ni eso. Y cada palabra que no dice, cada mirada que no llega, me araña por dentro como un cristal roto.
Ya no se ríe conmigo. Ni se viste para mí. ¿Te puedes imaginar lo que es amar tanto a alguien que ni siquiera hace el esfuerzo de oler bien cuando te ve? Ese perfume que le regalé… lleva meses sin usarlo. Lo compré porque me recordaba a sus abrazos, a esas noches en las que me dormía entre su pecho y pensaba: “Aquí es. Aquí me quedo”. Ahora ya no hay nada de eso. Ni el olor, ni el abrazo, ni el “aquí es”.
Cuando salimos, siempre es con amigos. Siempre hay alguien más. Como si estuviéramos evitando mirarnos de frente, al igual que si ella no pudiera soportar el silencio incómodo que se cuela entre nosotros cuando estamos solos. Y yo, mientras ella se ríe con los demás, me siento un fantasma. A veces me sorprendo apretando los puños debajo de la mesa, para no derrumbarme ahí mismo. Porque lo que más duele no es que me haya dejado de querer. Lo que más escuece es que no se haya dado cuenta de lo mucho que la sigo amando yo.
Y en la cama… ya no hay nada. Ni deseo, ni ternura, ni ese impulso animal que antes nos unía sin necesidad de palabras. Ahora hay excusas. Frías. Repetidas. Vacías. “Estoy cansada”, “hoy no”, “mañana, quizá”. Pero ese día nunca llega. Y yo me acuesto al borde del colchón, con el pecho en carne viva, y un grito atorado en la garganta que nadie escucha. ¿Cómo se duerme al lado de alguien que ya no te quiere tocar? ¿Cómo no volverse loco en medio de esa indiferencia?
He intentado no venirme abajo. He tratado de encontrarle lógica. Me repito que todas las parejas pasan por baches, que esto es rutina, desgaste, lo normal. Pero no. No es corriente sentirte tan solo con la persona que más has amado. No es común mirar a quien una vez fue tu hogar y no encontrar ni una rendija de luz. No es natural vivir con el alma encogida, con miedo a hablar, a preguntar, a escuchar la verdad que ya grita en cada gesto: que se acabó.
Estoy al límite. Y no lo sabe nadie. Voy por la calle con cara de hombre entero, de adulto funcional, pero por dentro soy solo ruinas, una estructura hueca que se mantiene por costumbre. Me estoy deshaciendo en silencio, en soledad, con una dignidad fingida que me está dejando sin aire. A veces entro al baño, cierro la puerta y lloro como un crío. No porque quiera. Si no porque no puedo más. El dolor me rebosa por los ojos. Me siento un imbécil por seguir esperando que vuelva algo que ya se fue.
Anoche, mientras ella dormía —de espaldas, siempre de espaldas—, me acerqué despacio. Solo quería sentir su calor. Solo eso. No busqué sexo, ni palabras, ni promesas. Apoyé mi frente en su espalda, en silencio. Y ella… se giró con brusquedad y murmuró un “¿qué haces?”. Con ese tono, con ese asco contenido que me heló la sangre. Me alejé. Me metí en el baño. Cerré la puerta. Y vomité. De repulsión a mí mismo.
Porque sé que esto no tiene remedio. Pero también sé que no tengo fuerzas para marcharme. Porque ¿cómo se abandona a quien aún se ama con cada fibra del cuerpo, aunque te esté matando?
Y aquí estoy. Mirando una relación que fue mi vida… y que ahora es mi cárcel. Un naufragio al que me aferro como si no supiera nadar. Cada día me cuesta más respirar. Más mirar sin llorar. Más callar lo que quema.
Y lo único que me ronda la cabeza, una y otra vez, mientras intento no romperme del todo, es esto:
¿Hago como que no me doy cuenta y sigo tragando veneno a cucharadas… o le miro a los ojos y, por fin, le digo que me está matando?
Dime…
¿Tú qué harías si amar te dejara sin alma, y ni aun así pudieras soltar?
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