Comenzamos un nuevo Oficio de tinieblas, la protagonista una mujer poderosa que según la leyenda asturiana tiene el poder de controlar a los lobos; este tipo de seres reciben el nombre de «Lloberas«.
La Llobera (I)
Madrid, noviembre de 1882
El frío de la capital no era como el frío de Somiedo. La humedad de la braña se condensaba entre la trama del mantón de la muchacha y luceros de aguanieve brillaban sobre la lana negra, formando un capricho de constelaciones heladas no cartografiadas. El viento otoñal de Madrid, al contrario, buscaba los recovecos de la prenda y se colaba hasta el hueso. Había soportado Llara largos inviernos de montaña, de nieve y oscuridad y, hasta entonces, ni un mal catarro se le había agarrado al pecho: dos días en Madrid y ya tosía y moqueaba.
—No puedes presentarte delante del conde con ese resfriado, niña —le había reprochado tía Vicenta al tercer día— ¡Te encuentro un buen trabajo en una casa decente y te me enfermas la víspera! —. La mujer chasqueó la lengua—. Tendría que haber llamado a tu prima Amelia; es más espabilada que tú. Y no es hija de una llobera.
Calló Llara a la mención de una madre que no había conocido, aquella mujer muerta al traerla al mundo que era tan sólo un nombre, mil historias mal contadas por sus comadres y una gastada medalla de la Santina por un lado y la Inmaculada por el otro, pues fue su abuelo materno, aquel que llamaban Manolo, el Prietu, soldado y otras cosas, cosas de esas de las que sólo se hablan al amor de la lumbre entre susurros.
—Tía, no se preocupe —. La chiquilla enderezó la espalda contra el cabecero de la cama—. Esto es el cambio de tiempo, nada más. Y el viaje, tía, que ya le dije que nos llovió a la altura de Astorga. La capota del carro se rompió y nos empapamos todos, ¡hasta unos señores que venían desde León!
—Poco de “señores” tendrían, niña, no seas ingenua. Ya verás que en la capital hay mucho que presume de señorío y no sabe ni escribir su nombre; ve con ojo y no te dejes engañar, sobrina.
—Agradezco mucho su guía, tía, y créame que haré caso de ella.
Se hinchó el pecho de Vicenta, incapaz de leer entre líneas, orgullosa, sin duda, de la dócil confianza que la chica mostraba; más Llara, al hablar, agachaba la cabeza para ocultar el brillo de sus ojos.
—Harás bien, muchacha. Eres como una hija y me consta, por las comadres del pueblo, que eres espabilada. Si sigues mis consejos, medrarás en Madrid y hasta podrás labrarte un porvenir y casar bien en pocos años.
—Lo que usted diga, tía.
Vicenta se acercó a la ventana para comprobar que los postigos estuvieran bien encajados y, maternal, colocó las mantas de Llara.
—Abrígate esta noche. Suda y echa la fiebre, niña, que mañana, si estás mejor, te presentaré al conde.
Los pasos de Vicenta se apagaban al descender por la escalera. A Llara le llegó la algarabía del salón del primer piso: reconoció la voz del tío Celso e intentó poner nombre y rostro a las de sus primos. No podía decir que la hubiesen recibido de mala manera, no podía decir que le hubiesen hecho algún desprecio; era tan sólo que parecían habitantes de mundos distintos. La abrazaron, la besaron y la sentaron a la mesa, pero sería siempre la prima del pueblo, la hija de la bruja, la hija del cura; aunque padre hubiese dejado el seminario antes de ordenarse para casarse, todos los sacramentos mediante, con Teresa de Brandes, la Llobera, nunca dejaría de ser Alonso Álvarez, el Cura…
Padre, murmuró en voz baja. Contuvo los sollozos y el dolor de su pecho añorando al hombre que la enseñase a leer y rezar en latín y en cristiano, a calcular y escribir mejor que un ministro, como le decía entre risas, el que le contaba cuentos de guaxas, xanas, de serpientes de siete cabezas y de mujeres sin brazos que recibían la visita de la Virgen, ese padre cuyo corazón se apagaba un poquito más cada día (“demasiado melindroso el cura para la mina”, decían las malas lenguas del pueblo, ignorantes de la enfermedad que le arrancaba la vida). Por él, por los latidos del corazón de un buen hombre, abandonara Llara su hogar, su montaña, su luna, su cielo y sus secretos; Vicenta le había encontrado en Madrid una buena casa, gente principal que pagaba bien. Llara se apañaba con poco y, gustosa, pensaba dedicar la mayor parte de su salario al bienestar de padre, a procurar evitarle penurias lo que le restase en esta tierra: ella, a sus dieciocho años, aunque belleza no le faltaba, no había nunca gustado de más adornos que la medalla de su Santina y los pendientes de azabache de la Llobera.
Se arrebujó Llara en la manta y, antes de dormirse, como cada noche desde que tenía uso de razón, encomendó su sueño a la Virgen para impedir que las guaxas lo perturbasen.
Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.
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La próxima semana descubre un nuevo episodio.














