La peregrina
Lo único que el anciano pedía era que no se echasen a perder las zanahorias.
El tiempo había empezado a cambiar apenas un par de días antes. Hasta entonces, si bien refrescaba al alba, la suavidad del sol de mediodía bastaba para templar los campos, para asegurar que las semillas germinasen. Sin embargo, aquella primera helada se había presentado sin avisar; en realidad nada había de extraño, admitía, pues comenzaba semana de difuntos y cualquiera que se dedicase al cultivo de la tierra sabía que, con el final de octubre, las noches eran ya oscuras, frías y largas.
No era que Prudencio se hubiese confiado aquella vez. Los años pesaban tanto o más que el propio arado y, lo que no mucho antes laboraba en un día, ahora podía llevarle una semana. Con Amelia, su esposa, ya no contaba; la muerte del “niño”, de su Joaquín, se había llevado el vigor de antaño y la mujer se limitaba a conducirse cabizbaja, como ella decía, «aguardando la muerte».
Resignado, Prudencio se echó la azada al hombro y, tras comprobar por última vez la dureza de la tierra, subió despacio hasta el hogar, aquella cabaña en lo alto de la loma que olía a turba, pan recién hecho, puchero y trabajo. El perro de Joaquín, un canelo mestizo, se enredaba juguetón entre sus piernas: le chistó el anciano, acariciando con mimo el hocico húmedo, la testa tibia. Chasqueó la lengua al fijar la mirada en el tejado: si pasaban de aquel invierno, aprovecharía el verano para un nuevo techado; con un poco de suerte, con la ayuda de Dios, el ternero saldría adelante y, con su venta, compraría los materiales necesarios. Siempre y cuando no se malograsen las zanahorias, se repitió, pues humanos y ganado dependían de ellas para los meses fríos que se avecinaban.
Le extrañó ver a Amelia en la puerta, menuda y enlutada, retorciéndose nerviosa las manos encallecidas.
—¿Qué tienes, mujer? — preguntó.
—Prudencio, está aquí. Ha venido —. Su esposa le aferró el brazo con fuerza— La invité a pasar y le serví vino y sopa calientes, que aquí hace frío incluso para ella.
—Pero, ¿quién ha venido, Amelia? —murmuró. Dejó la herramienta en la entrada y se frotó los doloridos riñones.
— ¿Quién va a ser, hombre de Dios? — Por primera vez en mucho tiempo, la mujer pareció ser capaz de contener alguna emoción—. Pues la Muerte, la misma Muerte. Entra, entra de una vez. Ven, ven y estírate un poco la camisa, que no quiero que digan que no te llevo arreglado.
Prudencio empujó la puerta entreabierta. El fuego del hogar y el resplandor dorado, confortable, de los cirios velando el retrato del hijo muerto dibujaban las formas del humilde mobiliario: tan solo un estrecho camastro cerca de la cocina de piedra y una mesa con tres sillas junto a la lumbre. En la más cercana al hogar, se acomodaba una figura femenina que sostenía una taza de barro entre los dedos enguantados.
—Es buen vino este suyo. No está muy fuerte, casi parece mosto.
—Es vino de primavera —explicó Prudencio acercándose a la invitada—. Si tiene a bien y no es molestia, con gusto me sentaría a tomar un caldo caliente con usted.
La expresión de la Muerte tornó perpleja. Era una mujer entrada en la treintena, un rostro común, piel curtida, gesto afable y ojeras marcadas bajo unos ojos castaños que poco tenían de inhumano. Bajo sus ropajes de peregrino, cómodos, carentes de adornos, se intuía una complexión fuerte y ágil, un genio vivo.
—No ha de pedirme permiso, señor, que esta es su casa, no la mía. Por favor, siéntese y tómese ese caldo —. Y una sonrisa cansada se anunció en sus labios cortados por viento y sol—. Disculpe que no me haya levantado a su llegada: tenía los pies fríos y estaba disfrutando del fuego de su hogar y del calor de su vino.
Asintiendo, el anciano arrastró la silla mientras Amelia atendía la mesa en silencio.
—¿Cómo puede tener los pies fríos? — preguntó Prudencio —. No quiero parecer descortés, pero ¿acaso usted también enferma?
—Los cambios de tiempo no son buenos, amigo. Para nadie. En verano, los pies me arden, las ampollas hacen que cada paso sea un suplicio; en invierno, me temo, son los sabañones mi castigo.
—Tengo un remedio de eneldo y jengibre para los pies, señora. Le prepararé un poco para el camino. Calmará sus molestias y le cundirá por mucho tiempo, créame —interrumpió Amelia—. Era una mezcla de mi abuela la Santa, aquella que decían “bruja”, imagino que usted sabrá de ella —. Prudencio carraspeó y susurró un “Mujer…”. La anciana calló, apenas un segundo, suspiró, y continuó con la voz quebrada—. Lo cocía para mi hijo y, brujerías o no, le iba bien. Me venía del campo cansado, dolorido…si, señora, duro como un roble, pero de pies delicados—. Su mirada buscó el retrato custodiado por los velones —. Era un muchacho fuerte, un buen hijo, pero las fiebres no respetan a nadie. Ni siquiera a un hombre joven.
—Ni las fiebres, ni la muerte —continuó Prudencio. No había reproche alguno en su voz, tan sólo tristeza, y un dolor tangible, casi físico.
—Tampoco la vida, señor Prudencio— contestó la Muerte alzando el vaso—. La vida siempre acaba faltando al respeto a la muerte; aunque sea a manotazos, lucha por abrirse camino.
—No le niego la razón. Ley de vida, ley de muerte; al final, a todos nos toca, señora —El anciano respondió al brindis de la Muerte—¿Es por ello por lo que ha venido? ¿A cumplir la Ley? ¿Ya es la hora de este par de ancianos agotados?
Buscó la mano de su esposa, su mirada y su sonrisa. Si sólo había de ser uno, rogaba que fuese ella: él intentaría sobrevivir al invierno. Amelia, sin embargo, no podría sola con el campo y los animales, no soportaría el dolor. Sintió la presión de sus dedos, el amor de décadas resumido en un gesto que hablaba sin hablar, que perdonaba y reconocía todo, los días buenos, los no tan buenos, las risas, el llanto, todo, una vida entera sin mediar una sola palabra.
Y la Muerte, su mirada avellana descifrando lo grande y simple que era el secreto de aquella pareja de ancianos: amor, sólo amor, un amor que seguiría vivo incluso cuando sólo quedasen de ellos cenizas.
—No he venido a por ustedes, no es aún su momento — confesó. Sonaba su voz honesta y era su rostro amable —. Cierto, la vida tampoco respeta o perdona. Como la muerte, es lo que es, pero de seguro, no es un juego o es cosa de mi capricho, les doy mi palabra. Como todo lo que mora bajo la bóveda celeste, yo sirvo a Aquel que decidió destinos antes del principio del tiempo y que seguirá haciéndolo cuando este se detenga—. Apartó el plato vacío y apuró el vaso de vino—. Tan sólo buscaba descansar mis pasos y esto me han llevado ante su puerta —. Pareció frágil, casi una chiquilla cansada— ¿Cuántas personas ceden su asiento, su mesa y bebida a una desconocida, a la fatalidad que es mi nombre, al destino al fin, sin un reproche? Su cobijo me conforta el alma, pero he de continuar mi camino antes de que caiga la noche.
La Muerte se incorporó, tendida la mano a Prudencio. El hombre aceptó el saludo, sin miedo: piel cálida, algo menos en la punta de los dedos, ahí donde la sangre no llega y el frío siempre se nota más.
—Han sido muy amables —comentó la Muerte desde la entrada—. Más de lo que nunca esperaría—. Se abrochó el gabán encerado y tomó el cayado de peregrina que apoyase en el quicio—Mis respetos—. Se giró hacia el exterior, presta a salir al frío, más contuvo sus pasos y volvió su atención a los ancianos—. Con todo, señor Prudencio, una cosa es cierta: no es ley de vida que unos padres hayan de enterrar a sus hijos. Ni siquiera mi Patrón ha osado dar nombre en lengua de hombres, ángeles o demonios a sobrevivir a la sangre de tu sangre, al fruto de tu vientre. Queden con Dios, amigos. Y guárdense del invierno.
Desde el sembrado se escuchaba el repicar de las campanas tocando a difuntos la víspera de los Santos en el pueblo. Prudencio ahogó un gemido y estiró la espalda, doloridos los riñones de cargar y tirar del arado. La tierra estaba dura, helada ya, y apenas había horadado unos metros. Se sentó sobre una peña, buscando pan en el morral, el can apoyando la cabeza sobre sus rodillas. Comenzaba a caer la tarde; pronto no habría más luces que las de los cirios puestos en las ventanas en memoria de los difuntos.
—No sea perezoso, padre, que aún queda mucho por arar.
Prudencio no sintió miedo. Era la sensación familiar de la cercanía de un ser querido, no el espanto desasosegante que precede a la llegada de un ánima. Alzó la vista, la navaja en una mano, el pan tierno en la otra y el esbozo de una sonrisa en los labios.
—Joaquín, hijo, no es este tu lugar. Vuelve con los muertos antes de que te pierdas, no sea que luego no puedas encontrarte.
El muchacho se sentó en el suelo, haciendo unas fiestas al perro. Había vida y paz en su mirada.
—No hay mejor lugar, ni mejor tiempo que este día, padre. No he vuelto por capricho, que la cosa es que alguien quedó en deuda con vosotros…
El anciano se encogió de hombros. Ofreció una rebanada de pan y tocino a su hijo como hacía siempre, como haría siempre.
—En esta casa se atiende con amabilidad al peregrino, Joaquín, que nada nos libra de serlo nosotros mismos otro día. No lo hice buscando favores y nada pedí —. Prudencio estiró los dedos con dulzura de padre. El rostro curtido de su hijo, un poco redondeado, se iluminó con la caricia—. Pero agradezco el presente de aquella peregrina y esta noche encenderemos una vela para que la señora no se pierda en la noche. Dime, hijo, ¿viste ya a tu madre?
—Aún no, aunque tengo tantas ganas de abrazarla que me duele el corazón en el pecho. Mejor terminemos el sembrado antes, padre, que este invierno va a ser duro.
Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.
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Te espero la próxima semana en un nuevo Oficio de tinieblas













