«Oficio de tinieblas» por Pilar Rodríguez (@PilarR1977): «Luna llena»

Madrid, 1898

La sangre goteó de su mano crispada. A la luz de la luna, parecía más negra que roja sobre la tierra húmeda. Observó la escena, el cuerpo destrozado a sus pies y aulló con desesperación.

—Otro cadáver, inspector. Esta vez es del barrio; el bueno del padre Julián le ha dado los sacramentos y lo ha confirmado —. El joven agente se encogió de hombros—. Dígame usted de qué sirve la Extremaunción cuando Dios ha permitido que te revienten de esa manera…—. La mirada helada del inspector acalló su reflexión—. Por las trazas, me da que es otra víctima del Sacatripas, jefe: ¿la quinta?

—El sexto, Gomera—, corrigió Daniel, agachándose cuan alto era junto al cuerpo del hombre tendido al pie de la estatua que presidía aquella placita del parque. El inspector levantó la sábana y observó el abdomen desgarrado: a pesar del frío del final de la madrugada, las vísceras expuestas comenzaban a oler—. Esto es cosa de ese desalmado, mira los cortes. Tampoco iban a robarle, que ese sello del meñique no es malo —acotó—Está bien —, despacio, con respeto, cubrió de nuevo el cuerpo antes de incorporarse —. Echad un ojo por la zona, a ver si se nos ha escapado algo antes de que esto se llene de curiosos.

Daniel contuvo las ganas de encender un cigarro. Para calmar los nervios, con gesto serio, giró entre los dedos la medalla de plata de San Cristóbal que heredase de su padre, observando la escena desde una distancia adecuada para controlar la situación y permitir trabajar a su gente con libertad. Amanecía y la luz dorada del alba acariciaba el cuerpo crispado de Lucifer, presagiando tal vez los fuegos del infierno al que sería arrojado, más aún su mirada hacia lo alto, hacia el cielo. Agradeció la llegada del brillo claro del alba, disipando la niebla y ahuyentando a los fantasmas que parecían intuirse en los jirones sueltos. Suspiró, consciente de lo que se le venía encima: las gacetas, la insistencia de los superiores, …

Era el caso que todos y nadie deseaban tener: un psicópata que sólo actuaba durante la luna llena en los alrededores del Ángel Caído. Los periódicos aprovechaban la desgracia para vender no sólo ejemplares, sino teorías a cuál más descabellada, y en la central no dejaban de ser conscientes de la urgencia de un caso que comenzaba a escapárseles de las manos. No era el inspector hombre de habladurías, pero se decía que las caras largas de sus superiores obedecían a llamadas de Palacio…

—¿Inspector Olmos?

Daniel se sobresaltó. Absorbido por sus pensamientos, no había escuchado los pasos a su espalda.

—Hombre, padre Julián— saludó, usando el título con un deje de hartazgo en la voz—, ya le echaba de menos, ¿conocía usted a este hombre entonces?

Ignoró el sacerdote la aspereza del tono y asintió con tristeza.

—Se llamaba Mateo Fermoso, un buen hombre. Trapicheaba por el Rastro por cuatro perras.

—¿Trapicheo?

—Chatarra y poco más, inspector. Fue padre hace menos de un año, mellizos; era un hombre pobre, pero honesto— se lamentó —. No tenía enemigos.

—Todos los tenemos, padre.

El menudo sacerdote se acercó al policía. Le llegaron a Daniel aromas de cera e incienso prendidos en los ropajes del religioso.

—Inspector— siseó, aferrado al brazo del policía—, usted es hombre creyente y bien sabe que esto no es obra de mortales, sino de demonios.

Una jaqueca comenzó a anunciarse en la pulsión de las sienes de Daniel.

—Padre, que ya lo hemos hablado. Cualquier loco suelto con una navaja es capaz de esto. No le benefician nada esas historias que cuenta a los plumillas sobre bestias y aparecidos.

—No es una bestia, Daniel, hijo —se desesperó Julián— Es un alunado: sólo mata cuando crece la luna. Esas heridas no son de navaja, y usted lo sabe: son como las de la criatura que le atacó de niño, la que le dejó esas marcas …

—¡Basta, hombre! Fue un accidente de caza, un perro rabioso, no me joda. Las tonterías que metió a mi padre en la mollera le llevaron de cabeza a la tumba — rugió en voz alta. Un par de agentes se volvieron, pero el sacerdote no se achantó —.  Vaya a poner una vela a Dios, que es lo suyo; los malnacidos ya son cosa mía.

—Siempre, siempre en el mismo punto, aquí precisamente —insistió, su índice apuntando hacia el ángel caído que coronaba el conjunto— ¿No lo ve?

—Padre— explicó Daniel, su cabeza a punto de estallar—, lugares como este son un imán para cualquier desquiciado—. Tomó aire y contuvo la rabia. De pronto, el anciano sacerdote sólo le inspiró ternura; le conocía desde crío y sabía que no había mala intención en sus consejos, tan sólo años y “mucho libro”— Padre—repitió con suavidad, colocando su mano sobre el huesudo hombro—, váyase y descanse. Le mantendré al día si hay novedades, tiene mi palabra. Y me tranquiliza a los feligreses, que vamos a pillar a ese canalla.

El firme caminar del padre Julián desmentía la edad anunciada por las arrugas de su rostro. Era ya noche cerrada y sus pasos resonaban sobre la gravilla suelta con chasquidos secos y cortantes. Hombre santo, pero humano al fin, el sabor del miedo se le antojaba ácido en la boca, más no se ocultaría de aquel que, sabía, le seguía desde la verja de Alcalá.

Lucifer caído a la luz luna le pareció tan bello como sacrílego: el ángel favorito de Dios condenado y expulsado del paraíso, y, con todo, aún perfecto hasta en aquel dolor que mostraba su rostro desfigurado. “Pensamientos oscuros, Julián”, se dijo. Dibujaron sus dedos la forma de la cruz sobre el pecho y buscó el vial de agua bendita guardado en el bolsillo, dispuesto a bendecir aquel rincón impío antes de que sucediese otra desgracia.

—En el nombre del Padre, del…

Calló. Un silencio anormal envolvía el mundo, nada, ni el maullido de un gato o el ulular de las lechuzas que moraban junto al estanque; nada, ni siquiera el viento meciendo las ramas de los árboles. Ese rincón del mundo pareció congelarse en la frialdad irreal de la luz de la luna.

Contuvo Julián el aliento: no era el suyo un ánimo medroso, pero hasta la razón le conminó a correr para salvar la vida. Y, sin embargo, permaneció quieto, mirando hacia lo alto.

“A todos nos llega la hora”, se lamentó.

Volvió sobre sí mismo despacio, presto a enfrentar al lobo sin más armas que sus manos.

—Hijo— murmuró—, siento no haber podido ayudarte. Ten Fe, pues, algún día, otro pondrá fin a tu castigo.

No dolió, sólo frío que pronto tornó en tibieza cuando la garra le abrió el vientre.

Y lástima, una lástima infinita por el hombre que la piel del lobo escondía.

—Mi pobre Daniel—. Murió su voz en un susurro salado de lágrimas y sangre, y acompañó el brillo plateado del San Cristóbal que colgaba sobre el pecho de la bestia a la última luz de sus ojos.

Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.

🎧🎙👇

Te espero la próxima semana en un nuevo Oficio de tinieblas

@PilarR1977

Avatar de Desconocido

About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
Esta entrada fue publicada en Luna llena, Oficio de tinieblas, Pilar Rodríguez, Uncategorized y etiquetada , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario