¿Alguna vez has deseado algo con tanta intensidad que duele? ¿Has sentido la rabia de amar a alguien que nunca será tuyo?
Hay amores que no se eligen. Se padecen. Se sufren. Se arden en silencio.
Este es uno de ellos.
Clica para saber cómo se juega.
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Los últimos viernes de cada mes
El reloj de la mesita de noche marca las 3:17 de la madrugada. Afuera, la ciudad duerme, pero aquí, en esta casa que no es mía, en esta cama que tampoco me pertenece, yo me niego a cerrar los ojos.
Ella duerme a mi lado, desnuda, con las sábanas enredadas en su cuerpo aún caliente, aún estremecido por lo que acabamos de hacer. Su respiración es pausada, serena, como si, por unas horas, hubiera encontrado un descanso real. Al igual que si el peso de la vida que carga se hubiera desvanecido entre mis manos, mis besos, o los gemidos que la hicieron temblar.
Miro su cuerpo marcado por mis labios, mis dientes, mis dedos. Sé que, cuando despierte, se observará al espejo y se pasará las yemas por las señales de mis mordiscos, por los surcos rojos que mis uñas dejaron en su espalda, por los pequeños hematomas en sus muslos, y sonreirá de esa forma que solo yo he visto.
Aquí, en esta habitación, ella no es la esposa perfecta ni la madre ejemplar. Conmigo se permite ser solo una mujer. Y yo soy el único que conoce esa parte de ella.
La versión que se arrodilla sobre la cama con las manos atadas a la cabecera, vulnerable por completo, gimiendo mi nombre con desesperación.
La versión que me suplica con los ojos entrecerrados, con la boca entreabierta, con la piel encendida, que no me detenga, que la haga llegar otra vez, y otra, y otra, hasta que su cuerpo ya no pueda más.
La versión que se deja tomar de espaldas frente al espejo, obligada a ver lo que hacemos, a ver cómo la domino y la reclamo, rompiéndose en mis brazos.
Aquí, en su cama matrimonial, ella no es la mujer contenida que todos conocen. Conmigo, se entrega a la lujuria sin pudor, sin culpa, sin límites.
Y eso me envenena.
Porque, aunque sé que su marido nunca la ha tenido así, y que jamás se dejaría ver de esta forma con otro, también conozco que, cuando el sol amanezca, ella se levantará de esta cama y volverá a ser la esposa que prepara desayunos, la madre que lleva a los niños al colegio, la hija que cuida de sus padres.
Y yo volveré a convertirme en su sombra.
Ella lo da todo a todos. Menos a mí.
Conozco cada parte de su vida. Sé que su marido es un buen hombre, pero no la mira, no la ve, no la escucha. Sé que él cree que con traer dinero a casa y preguntarle qué tal el día es suficiente. Sé que ella sonríe, asiente, besa a sus hijos, llama a sus padres, se preocupa por todos. Sé que nunca descansa. Que siempre está corriendo de un lado a otro, que jamás se permite caer.
Pero aquí, conmigo, se rinde.
No tiene que ser fuerte, ni perfecta, ni ejemplar. Puede jadear, gemir, llorar mientras su cuerpo se estremece bajo el mío. Y sobre todo puede olvidar.
Y yo soy el único que lo sabe.
Cada último viernes del mes, su marido se va a un congreso y ella deja a sus hijos con su hermana para que “practiquen el desapego”. Esa es su justificación. Su excusa. Su manera de convencer a su conciencia de que no está haciendo nada malo.
Pero yo sé la verdad.
Sé que me espera. Que desde el momento en que cierra la puerta y susurra mi nombre, todo en ella cambia.
Esta casa sigue oliendo a su vida perfecta. A lavanda, a suavizante de ropa, a hogar. Pero aquí, en su dormitorio, en su cama, el aire se impregna de nosotros. Del sudor de nuestros cuerpos, del deseo contenido demasiado tiempo, de las palabras que no se dicen pero se sienten en cada caricia.
Nos devoramos.
La beso hasta dejarla sin aliento. La tomo de la cintura, la alzo hacia la pared, la aprieto contra mí hasta que grita. La hago mía y me dejo hacer. Nos enredamos en las sábanas, en el deseo, en todo lo que no podemos ser fuera de estas cuatro paredes.
Con ella pierdo la cabeza.
Me araña, me muerde, me exige sin pudor. Grita mi nombre con la voz rota, se entrega sin miedo, me jura que me necesita, que no puede estar sin esto.
Pero es mentira.
Porque cuando el amanecer tiñe de gris la habitación, ella se viste en silencio. No me dice que me vaya. No hace falta. Yo ya sé lo que sigue.
La miro mientras se abrocha el sujetador, recoge su melena y esconde las marcas de mi boca. Observo cómo vuelve a convertirse en la mujer que el mundo espera que sea.
Y me mata.
Porque la amo y quiero despertarla así todos los días, no solo uno al mes. Porque quiero que me elija y ser más que su secreto, quiero ser más que un paréntesis en su vida.
Sin embargo, ella nunca lo hará.
Así que me visto. Salgo de la cama que aún huele a nosotros y cruzo la puerta con el mismo nudo en el pecho de siempre.
Me digo que no volveré. Me convenzo de que no la necesito, de que puedo vivir sin esto, sin ella.
Pero en unas semanas, cuando llegue el último viernes del mes, ella me abrirá la puerta y yo volveré a entrar.
Porque algunos amores no son elecciones. Son condenas.
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