En la oscura y árida noche de Arizona, la vida se entreteje con hilos de pasión y peligro en el viejo saloon. ¿Qué oculta el forastero detrás de su encanto seductor? ¿Podrá el amor sobrevivir al desafío del deber en este duelo en el salvaje Oeste?
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Juego mortal
En una noche de aire cortante y estrellas afiladas, perdida en un rincón olvidado de Arizona, el tiempo parecía haberse quedado atascado entre copas mal lavadas y susurros cansados. En el interior del saloon, la penumbra era espesa como un secreto mal guardado. No sé qué demonios me llevó allí, solo que el bourbon raspaba al igual que la lija, y el murmullo constante de los parroquianos sonaba a vidas rotas contadas en voz baja.
Entonces entró él.
Alto y musculoso, y con una presencia que hacía temblar el suelo bajo sus botas. Caminaba como quien ya ha recorrido el infierno y ha decidido volver para ver si quedaba algo de diversión. Su sombrero ladeado, la mirada oculta bajo el ala, y en la mano un mazo de cartas tan nuevo al igual que sus intenciones eran viejas. Cada paso suyo hacía que las conversaciones se apagaran, como si el mismísimo diablo hubiera decidido invitarse a una ronda.
Se sentó en una mesa del fondo y empezó a repartir cartas con la precisión de un cirujano del engaño. El sonido de los naipes sobre la madera era como el tictac de un reloj que contaba los segundos antes del desastre. Jugaba al igual que un artista: elegante, letal. Uno tras otro, los jugadores se deshacían, sus esperanzas quedaban sobre la mesa, hechas trizas.
Y entonces ella.
La hija del dueño. Pelo suelto, mirada indómita, cuerpo hecho de curvas peligrosas y decisiones malas. Caminó hacia la mesa con una copa en la mano y fuego en los ojos. No dijo una palabra. Solo se apoyó en el respaldo de la silla de él y lo miró como si ya supiera su historia… y quisiera escribirle el final.
—¿Sabes perder, forastero? —preguntó con una media sonrisa.
Él se giró con lentitud y le sostuvo la mirada.
—Solo cuando vale la pena lo que está en juego.
Las palabras eran suaves, pero en el aire flotaba la electricidad de un rayo a punto de caer. Ella se sentó a su lado sin permiso, y sin que nadie lo notase, la partida ya no era de póker: era un duelo entre la seducción y el peligro. Risas suaves, roces intencionados, miradas que ardían.
Pero el padre lo notó. Y lo notó con rabia.
El viejo McCallister, dueño del saloon, un tipo grande como un granero y con los nudillos más duros que su propia cabeza, se abrió paso entre la multitud al igual que una tormenta de carne y odio. Las pupilas se le dilataron al ver a su hija tocando el brazo del forastero, riendo de la misma forma que si no supiera en qué mundo vivía.
—¡¿Qué cojones haces tú con ella?! —rugió, su voz desgarrando la sala como un trueno.
La chica se levantó con brusquedad
—¡No soy tu propiedad, papá!
Pero el viejo ya había llegado a la mesa y, sin más aviso, le soltó un puñetazo al extranjero que lo mandó de espaldas contra el suelo.
Y ahí, todo se fue al infierno.
El forastero se levantó de un salto, con la boca sangrando y los ojos llenos de furia. Se lanzó contra el viejo como una bestia herida, y chocaron al igual que trenes a toda velocidad. La mesa se volcó, las cartas volaron de la misma manera que las hojas secas, y los parroquianos, empujados por el caos, se unieron a la locura.
Botellas estallaron, sillas se convirtieron en armas improvisadas, y hasta el pianista, un viejo de dedos torcidos, lanzó su banqueta contra un vaquero con más entusiasmo que puntería. El aire olía a sudor, pólvora, y desesperación. Vi a uno sacar un cuchillo, a otro desenfundar un revólver, y a la joven gritar entre la refriega, intentando llegar hasta el forastero.
Entonces, como si el infierno necesitara orden, el sheriff irrumpió por la puerta.
Un disparo al techo bastó para congelar el momento. El eco retumbó más que el propio caos. Todos se detuvieron, sudorosos, heridos, jadeando.
—¡Se acabó! —bramó el sheriff—. ¡Tú, fuera del pueblo antes de que mi próxima bala tenga nombre!
El forastero, con el labio partido y la camisa hecha jirones, se giró hacia la joven. Ella lo miraba con los ojos cargados de una emoción que no se nombra. Él le hizo una leve inclinación de cabeza, como si le dijera “otra vida, otro momento”.
Y se marchó.
Yo lo seguí, a caballo, dejando atrás el polvo, la sangre y el eco de lo que pudo ser. Mientras cabalgaba bajo el cielo inmenso, una frase ardía en mi cabeza:
«En el Oeste, hay miradas que valen más que una bala… y otras que matan más rápido.«
Comprueba si has acertado el tema musical.
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