Relatos musicales de @yugm76, junio 2025: «La promesa inquebrantable»

¿Y si las promesas hechas en vida persiguieran a los vivos más allá de la muerte? ¿Y si algo invisible permaneciera cerca, esperando ser escuchado? A veces, los lazos que nos unen no se rompen ni con la muerte, solo cambian de forma.

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La promesa inquebrantable

En días como estos, en el aniversario de la muerte de mi madre, es cuando más la siento cerca de mí. En el aire, en la luz que se filtra por las ventanas de mi casa, en cada rincón en el que una sombra parece prolongarse más de lo que debería. Cierro los ojos y su presencia se vuelve casi palpable, una sensación pesada en el pecho, como si estuviera justo detrás de mí, observándome. Hay algo en este día, en esta fecha, que siempre me pone nerviosa. Y no es solo el recuerdo de su muerte, sino algo más… algo que no puedo explicar pero que me atenaza el alma.

Aún me acuerdo de cuando vivía en la casa de mis padres, los viernes era obligatorio cenar todos juntos, un ritual familiar que jamás rompimos. Mi madre, con su humor particular, solía comentar, medio en serio y medio en broma, que cuando muriera, volvería del más allá. Nos lo decía con una sonrisa en los labios, pero su tono… su tono era diferente. Había algo en la manera en que lo decía que me ponía la piel de gallina. Mis hermanos se reían y yo lo hacía también, por no quedar mal, pero dentro de mí siempre quedaba una semilla de duda, una sensación inquietante que no podía sacudirme.

Pasaron los años, y, como era natural, me fui a vivir sola, dejando atrás aquella casa cargada de recuerdos. A pesar de la distancia, mi madre y yo mantuvimos un contacto más estrecho que el que tenía con cualquiera de mis hermanos. Todas las tardes, siempre a la misma hora, la llamaba. Hablábamos de nuestras cosas, de cómo nos había ido el día, y me reconfortaba escuchar su voz, fuerte y serena. Era igual que una constante, algo inamovible en mi vida, incluso cuando todo lo demás parecía cambiar. Mi madre siempre estaba allí, al otro lado del teléfono, esperando mi llamada.

Pero la vejez llegó, inevitable y cruel. Se la llevó sin ruido, sin las grandes complicaciones que habíamos temido. Murió como había vivido: sin hacer alarde de su dolor, sin preocuparnos demasiado. Recuerdo aquel día igual que si hubiera sido ayer. La casa estaba llena de silencio, el mismo que ahora me rodea en este preciso instante. Y aunque las primeras semanas tras su muerte fueron terribles, poco a poco el dolor fue menguando, como debe ser.

Sin embargo, hay algo que nunca desapareció. Todas las tardes, aún mucho tiempo después de su partida, a la misma hora en la que solía llamarla, mi mano buscaba por instinto el teléfono. Era un reflejo, algo automático. Incluso después de todos estos años, hay veces en que mi corazón se acelera a esa misma hora, como si, por un momento, esperara escuchar su voz una vez más.

Y entonces sucedió.

El otro día estaba sola en la cocina, ordenando algunas cosas. Eran cerca de las seis, la hora en la que siempre la llamaba. Sin darme cuenta, dejé todo a un lado y me quedé inmóvil, mirando el reloj. No sé por qué lo hice, pero en ese momento, casi sin pensar, pronuncié su nombre en voz alta. No sé qué esperaba en realidad, si alguna respuesta o tal vez solo sentirme estúpida por haberlo hecho.

Sin embargo, la oí.

Un leve susurro, suave pero inconfundible. Mi corazón se detuvo un segundo antes de latir con fuerza. Miré alrededor, buscando algún signo, algo que me demostrara que no estaba perdiendo la cabeza. Pero el sonido había sido claro. Quizás demasiado Como si ella estuviera en la habitación conmigo.

Desde entonces, esa sensación no ha hecho más que intensificarse. Hay noches en las que, al acostarme, siento como si alguien me estuviera observando desde el rincón oscuro de la habitación. Otras veces, cuando estoy sentada en el salón, puedo oír cómo las sillas crujen, al igual que si alguien invisible se estuviera moviendo de un lado a otro. He intentado racionalizarlo. Me he dicho que es el viento, que son los viejos suelos de madera, pero algo en mí sabe que no es eso.

Sabe que es ella.

Y lo más perturbador es que no siento miedo. Al menos, no de la manera en que se espera que una hija tenga temor ante la posibilidad de que el espíritu de su madre esté rondando su casa. Es una mezcla extraña de terror y consuelo, una certeza que me inquieta, pero al mismo tiempo me envuelve igual que un manto de familiaridad. Como si ella hubiera cumplido con lo que nos prometió tantas veces, como si, de alguna manera, siempre hubiera tenido razón.

Lo mejor de todo es que sé ella sigue aquí.

Y yo, puedo oírla.

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@yugm76

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About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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