“La firma en el bar”
El bar estaba envuelto en una luz tenue, con el murmullo de las conversaciones y el tintineo de los vasos creando un ambiente íntimo. Clara, la célebre escritora de novelas románticas, estaba sentada en la barra, su melena castaña cayendo en ondas sobre los hombros y un vestido negro que resaltaba sus curvas con elegancia. A su lado, su asistente y pareja, Daniel, un hombre de rostro amable y mirada insegura que, como ella, rondaba los cincuenta, sostenía un ejemplar de su último libro. Frente a ellos se sentaba Lorenzo, un lector que había insistido en conocerla y dominaba el espacio con su presencia. Algo mayor que ellos, era un hombre imponente: bien rasurado, con un espeso cabello plateado, una camisa ajustada que dejaba entrever un torso poderoso y una voz grave que resonaba con autoridad.
—Clara, tu libro me ha hecho sentir cosas que no esperaba —dijo Lorenzo, inclinándose hacia ella con una sonrisa confiada. Sus ojos oscuros la recorrieron sin disimulo, deteniéndose en el escote del vestido—. Tienes un talento… único.
Clara sintió un calor subirle por el cuello, pero mantuvo la compostura, aunque sus labios se curvaron en una sonrisa coqueta.
—Gracias, Lorenzo. Me alegra que lo sientas así —respondió, girando el vaso de whisky entre sus dedos, el hielo tintineando suavemente.
Lorenzo se acercó más, su rodilla rozando la de ella bajo la barra.
—Escribes sobre el deseo como si lo hubieras vivido mil veces. Dime, ¿es solo imaginación? —Su tono era un desafío, y su mano, grande y firme, se posó con descaro sobre el muslo de Clara, subiendo apenas un centímetro, lo suficiente para hacerla contener el aliento.
Daniel, que había estado callado, carraspeó incómodo, pero Lorenzo ni lo miró. Clara, en cambio, sintió una chispa de adrenalina. La audacia de Lorenzo la descolocaba y la atraía a la vez.
—No todo es imaginación —susurró ella, sosteniéndole la mirada, sus pupilas dilatándose mientras el calor de la mano de Lorenzo se extendía por su piel.
—¿Sabes? —continuó Lorenzo, ignorando por completo a Daniel, que apretaba el libro con demasiada fuerza—. Me encantaría descubrir cuánto hay de real en tus palabras. —Sus dedos apretaron ligeramente el muslo de Clara, y ella, en lugar de apartarse, se inclinó hacia él, su respiración acelerándose.
Daniel intentó intervenir.
—Clara, ¿no deberíamos firmar el libro ya? —dijo, su voz tensa. Lorenzo finalmente lo miró, con una mezcla de burla y desprecio. Daniel se encogió en su asiento.
—Tengo que ir al baño —anunció Clara de pronto, levantándose con un movimiento rápido. Sus mejillas estaban encendidas, y su mirada se cruzó con la de Lorenzo por un segundo antes de girarse.
Este esperó apenas unos instantes. Con una última mirada despectiva hacia Daniel, se levantó y la siguió. La alcanzó justo cuando entraba al aseo de mujeres, un espacio pequeño con azulejos blancos y un espejo empañado. Sin mediar palabra, cerró la puerta tras de sí con un clic del pestillo.
Clara se giró, sorprendida pero no asustada.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, aunque su voz temblaba anticipando lo que iba a suceder. Lorenzo no respondió con palabras. La empujó contra la pared, sus manos firmes en sus caderas, y la besó con una intensidad que le arrancó un gemido. Sus labios eran exigentes, devorándola mientras su cuerpo la aprisionaba. La alzó con facilidad, sus manos subiendo por sus muslos, subiéndole el vestido con un movimiento brusco. Clara jadeó cuando él apartó su ropa interior de un tirón, sus dedos explorándola con urgencia, haciéndola temblar de deseo. Lorenzo se desabrochó el pantalón, liberando su erección, y la penetró con una embestida profunda y salvaje, arrancándole un grito ahogado. Cada movimiento era feroz, sus caderas chocando contra las de ella con un ritmo implacable, el lavabo temblando bajo sus empujones. Clara se aferró a su cuello, sus uñas clavándose en su piel, mientras él gruñía contra su oído, sus manos apretando sus nalgas con fuerza, marcándola. El clímax llegó como una explosión, Clara arqueándose contra él mientras Lorenzo se derramaba dentro de ella, ambos jadeando, sudorosos, el eco de sus gemidos resonando en la estancia.
Se recompusieron en silencio. Lorenzo se ajustó la camisa, su mirada aún cargada de deseo, mientras Clara alisaba su vestido, su respiración todavía entrecortada. Regresaron a la barra, donde Daniel seguía sentado, pálido. Al verlos, sus ojos se ensombrecieron, intuyendo lo sucedido por el rubor de Clara y la arrogancia en la postura de él. Tragó saliva, el libro permanecía olvidado en sus manos, mientras un silencio pesado se instalaba entre los tres.













