Parte 5
—Ha pasado mucho tiempo, Javier.
—Lucía —, murmuró.
Ella sonrió, ahora sin malicia alguna. Estiró los dedos, blancos, delicados, y le rozó la espalda.
—Leí tu carta. Sabías que vendría, sabías que no podría permitírtelo.
Javier de Vargas gimió al sentir su contacto: incluso a través de la tela de la camisa, su piel, inhumanamente sensible, reconoció el tacto de Lucía. Se alejó, buscando mantener la claridad, y se obligó a enfrentarse a ella. No era hombre medroso y sería capaz de sostener su mirada mientras cumplía su misión. Reconoció su rostro, bello a pesar de la dureza de los pómulos afilados y los fríos ojos grises, una severidad rota por el mohín caprichoso, casi infantil de sus labios.
Una depredadora inhumanamente bella y perfecta.
—Del mismo modo que sé reconocer una trampa, vida mía —, susurró ella con tristeza.
El hombre no contestó. Alzó su acero frente al rostro, en posición de saludo, con una expresión indescifrable en la mirada. Su gesto reveló una mancha oscura bajo la axila. Lucía ahogó un gemido horrorizado mientras la sangre oscura se extendía por la camisa blanca. Javier torció el gesto, triunfal.
—Nunca te he mentido, Lucía, ni cuando juré que acabaría contigo, aunque yo corriese tu misma suerte.
El ataque de Javier la pilló por sorpresa. Incluso herido aún conservaba rapidez y reflejos sobrenaturales. La mujer gritó cuando el filo le alcanzó el brazo y comenzó a sangrar.
—Maldito bastardo: ¡plata y ponzoña! —, siseó, rabiosa, sabedora de que cualquier herida la volvería lenta y vulnerable. Retrocedió hasta la puerta, apretando el corte para evitar el sangrado, apretando los dientes dolorida por la quemazón. Javier, brillantes sus pupilas con ansía inhumana, avanzaba decidido; un reguero carmesí marcaba cada uno de sus cada vez más vacilantes pasos —¡Desángrate! ¡Muere! ¡Sal de mi existencia de una maldita vez, insensato!
—No marcharé solo, Lucía.
El cazador se impulsó hacia delante con todas sus fuerzas. La hoja alcanzó el costado de la mujer, traspasando el corsé. Chillando, giró sobre sí misma para alejarse de Javier.
Sólo durante el instante de un parpadeo, Lucía le perdió de vista.
Aprovechando la inercia del movimiento, sin mirar, por puro instinto, Javier enderezó la muñeca que sostenía el arma y la hundió en su pecho, aferrando la hoja con su propia mano para hacer más fuerza. Un aullido de pura agonía, completamente ajeno a cualquier criatura viva, reverberó en la madrugada. Ignorando el dolor, empujó la espada casi hasta que la hoja rozó el corazón muerto de su esposa, su sangre y la de su esposa una de nuevo. Trastabillando, tropezando con los muebles, se dejó caer completamente agotado, deseoso de que todo acabase y, sin embargo, incapaz de apartar la mirada.
—Lo siento —, murmuró.
Ella le contempló, las pupilas dilatadas, el gesto sorprendido y furioso. Bajó la dama la cabeza y observó el arma clavada en su cuerpo.
—Te lo di todo, Javier. Mi corazón, mi alma y hasta parte de mi vida. Confié en ti —, se lamentó, acercándose vacilante.
—Somos asesinos, vida mía, condenados. Sólo espero que ambos encontremos el perdón tras esta madrugada —. La mirada se le nubló, la cordura comenzaba a jugarle malas pasadas, pues, ¿acaso no sonreía Lucía?
—Nunca has entendido, amor mío. Sólo espero que algún día lo hagas.
Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.
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