Parte 4
El último toque de medianoche le devolvió a este mundo. Recolocó el cuerpo en el sillón sin soltar el arma que descansaba sobre sus rodillas. La vieja espada de su regimiento, un sencillo diseño, que, a pesar de los años nunca dejaría de ser su mejor amiga y compañera fiel de mil guardias. Quizás hubiese armas más efectivas para la amenaza que enfrentaba, pero era hombre de costumbres y aquella hoja, más que un instrumento, era casi una prolongación de su propio cuerpo.
El destello de un rayo solitario iluminó su alcoba, pequeña y pulcra, sin más ornamentos de los necesarios: aguamanil, un pequeño armario y un lecho estrecho e incómodo.
Sus labios dibujaron una amarga sonrisa. Una parte de él había rezado para que no viniese, para que ni siquiera hubiese leído su carta o, mejor aún, que la hubiese quemado con una risa de desprecio.
“Maldita seas, alma mía”
Un nuevo relámpago le reveló una forma oscura agazapada bajo la lluvia tras el cristal. Suspiró mientras se incorporaba sin dejar la espada, sin miedo en sus movimientos. Paró frente a la ventana, el arma a un costado, sosteniendo, sin achantarse la mirada de dos ojos plateados, casi suplicantes.
—No eres bienvenida. Esta es mi morada.
¿Acaso sonreía? Pobre insensata que no viviría para ver de nuevo la luna alzarse en el cielo.
—No eres bienvenida —, repitió sin remordimiento.
Y, sin embargo, le pareció dolorosamente delicada y frágil bajo la tormenta. Sólo tenía que abrir los postigos y permitirle guarecerse: ya hablarían después. El mapa de su cuerpo no le era ajeno y le constaba que el frío nunca abandonaba su piel, ni siquiera durante las noches de verano: ¡cómo debía estar padeciendo ahí fuera!, sola, tan sola como él. Con un gruñido y una maldición, el caballero despejó su mente y alzó, desafiante, su filo frente a la noche.
—Acabemos con esto, por caridad.
El cristal chilló bajo la caricia de las uñas de la dama, un sonido hiriente, casi de criatura viva. Él se acercó sin soltar el acero hasta rozar el vidrio. A pesar de la oscuridad entrevió su rostro, anguloso y pálido, de brillantes ojos del color de un rayo de luna. La lluvia había deslucido su tocado y el oscuro cabello se pegada, pesado, a sus mejillas afiladas.
Y una sonrisa, una malhadada sonrisa blanca, más animal que humana, manchada con los restos de sangre que aún guardaba en las comisuras de su boca.
El caballero apretó el puño alrededor de la cazoleta, buscando algo tangible, algo que le mantuviese aún atado a este mundo, sabedor de que bastaba una palabra, más poderosa que el sortilegio más potente, para vencerle.
Los labios de la dama formaron un nombre.
Su nombre.
Vaciló. No había pasión en esos ojos que lucían con un fuego argentado, tampoco promesas insensatas. Sólo la mirada confiada y tierna de una esposa. La muñeca que sostenía el arma tembló un instante, menos de un segundo. A ella le bastó eso.
Déjame entrar, vida mía.
Nublada la razón, el hombre abrió el pestillo con la mano libre. El agua de lluvia empapó la manga de la camisa: el frío le devolvió la cordura. Murmurando una oración volvió a cerrar la ventana. Se limpió los ojos con el dorso de la mano, enfocando hacia la negrura exterior…ahora vacío. Una vez más había huido de él, iniciando el juego de nuevo. Sollozando como un niño maldijo su nombre, se maldijo por amarla hasta el punto de saberse capaz de perdonar a la que había sido amante, amiga, esposa y madre, a la mujer, que, de una forma u otra, le había dado todo.
Almizcle. Y sangre fresca. Gotas de lluvia sobre el suelo de madera y una voz a su espalda.
—Ha pasado mucho tiempo, Javier.
Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.
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