«Oficio de tinieblas» por Pilar Rodríguez (@PilarR1977): «El cazador» (I)

Tras las vacaciones llega un nuevo relato en este Oficio de Tinieblas

El cazador

Parte 1

Madrid, marzo de 1884

Tocaban los cuartos de las doce en una iglesia cercana al tiempo que el habano se extinguía con un último pulso de luz que, por un segundo, iluminó el rostro del caballero, perfilando un bigote pulcramente recortado y el gesto grave de quien ha visto demasiado.

Observó el mundo que se intuía tras el cristal de la ventana, Madrid, tan bella como siniestra en una noche sin luna y lluvia de tormenta, presagio de la cercana primavera. Añoraría esa ciudad cuando todo hubiese terminado, admitió, a pesar de la oscuridad que se escondía bajo esa luz única, capaz de procurar disfraz a los peores demonios. Era su última noche en la Villa y Corte y si Dios mantenía firmes su mano y su voluntad, quizás también en este mundo.

Después de tantos años ya sólo anhelaba el perdón, el perdón para ambos.

El alma dolía de tan sólo pensar en ella, quien lo había sido todo, su vida, su muerte, su condena. Esa criatura le había costado hacienda y fortuna, honor y reputación. Y temía perder el poco juicio que le quedaba si no mandaba a ese demonio al infierno.

Había llegado a Madrid cuatro días antes, atraído por el titular de una gaceta vespertina:

“Crimen en el Canal: dos niños aparecen degollados cerca del Manzanares”

Se hablaba de algunos aristócratas necesitados de sangre de niño, de sacamantecas capaces de proveer unto milagroso, …mil cosas que, después de todo, eran brutales pero terrenales. Pero él, perro viejo, olía el rastro de la muerte. Quizás se tratase sólo de una malhadada coincidencia; no habría sido la primera vez tras décadas de caza incansable. En Valladolid, hubiese bastado un minuto más para atraparla…aún recordaba el tacto de su vestido al deslizarse con la fluidez del mercurio entre sus dedos. Años más tarde la supo en Zaragoza, bajo la protección de un conde o marqués, no recordaba, hechizado, como tantos otros, por su rostro de niña y su belleza fría y serena: el desgraciado amante había perecido, tuberculoso, por supuesto, apenas un par de días antes de su llegada.

Con su cada vez más menguada bolsa, se procuró alojamiento en un hostal discreto al final de la calle de Toledo, cercana la Plaza Mayor. Durante tres días había ojeado los periódicos vespertinos con interés, dividiendo su búsqueda entre los sucesos más escabrosos y las crónicas sociales más brillantes. Un título, una descripción, le bastarían.

Al tercer día, las letras que formaban su nombre, ese nombre que pronunciase una vez con devoción de creyente, apareció ante sus ojos.

Dolía, y, que Dios le perdonase, le complacía al tiempo, el solo detalle de saberla un día más sobre esta tierra.

Honestamente, no la había creído tan osada. Asentarse en Madrid, usando título y nombre propios se le antojaba una jugada insensata. La nobleza se movía en círculos reducidos y quizás alguien en la capital hubiese escuchado la historia de la desdichada condesa de Vargas, quemada viva tiempo atrás en su propia casa por la turba que la acusaba de brujería y de cosas peores, desgracia que había conducido a su esposo a la bebida y a la locura.

cosas peores, se dijo, arrancando rabioso el pedazo de papel.

Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.

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@PilarR1977

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