Los parques temáticos son lugares para jugar, visitarlos en pareja dan mucho juego.
Parque Mediterráneo
El sol brillaba sobre las torres y columnas falsas del parque temático junto al Mediterráneo. Valentina y Manuel habían acudido con la intención de disfrutar zambulléndose en la antigüedad y, tal vez, aprender algo de historia clásica mientras volaban en alguna montaña rusa. Valentina, con su cámara colgada al cuello, observaba lista para capturar cada detalle: estatuas de mármol sintético, barcos piratas sacados de una película de bajo presupuesto y actores que sudaban disfrazados de centuriones. Pero, ay, no contaba con lo que su marido estaba pensando.
En la entrada, en la zona de Iberia, rodeados de castillos medievales de fantasía, Manuel, un hombre corpulento, vestía una camisa ajustada que dejaba poco a la imaginación, caminaba despreocupado y seguro. Valentina le miraba de reojo mientras intentaba leer un cartel sobre las civilizaciones del parque. «Valentina, ¿has visto qué bien hecho está eso?», dijo él, señalando unas poderosas columnas, pero ella ya estaba abducida por otro tipo de arquitectura: la de su marido.
Avanzaron hacia la zona de Egipto, pirámides de cartón piedra y esfinges ortopédicas, una atracción de caída libre que prometía adrenalina pura. Manuel se acercó a su mujer con una sonrisa pícara. «¿Te imaginas a los faraones montando aquí?», le susurró al oído mientras se desabrochaba la camisa sudoroso. Su torso relucía como esculpido en bronce y Valentina, una vez más, sintió entre sus muslos que la verdadera obra de arte era su hombre. Adiós a los dioses del Nilo; su mente ya navegaba libre evocando íntimos momentos con él.
Llegaron a Grecia, la sección más clásica del parque, con sus templos blancos y columnas dóricas. Decidida a concentrarse en la visita, Valentina empezó a leer en voz alta un panel sobre mitología griega: «Zeus, dios del trueno, y Hera, su esposa…» Manuel la interrumpió: «¿Sabes quién es el verdadero dios aquí, no?» Y con ese descaro que tienen los maridos después de años explorando a placer a sus esposas, flexionó los brazos imitando a Hércules. Valentina soltó una carcajada, pero sus ojos estaban atrapados en los músculos de Manuel, que parecían esculpidos por el mismísimo Fidias y que tantas veces la habían apretado, envuelto, sometido…
Llegaron al corazón imperial, Roma, con su anfiteatro, legiones de plexiglás, espectáculos de gladiadores y atracciones como aquella montaña rusa de madera que traqueteaba pareciendo a punto de desmoronarse. Valentina intentaba prestar atención a los escudos, las espadas, las túnicas de los actores. Pero entonces Manuel la miró con picardía. «¿Y si hacemos como los romanos, Valentina? Tú, mi Cleopatra, y yo, tu César», Ella le miró la entrepierna, claramente abultada ya, el descaro arrollador de su esposo la mojaba por momentos.
Mientras aguardaban en la cola de una atracción inspirada en las leyendas del Mediterráneo, Manuel abrazó a Valentina por detrás, apretándose contra su espalda envolviéndola con sus brazos. Valentina, empapada antes siquiera de subir a la atracción, sentía contra sus nalgas la pelvis de su marido que con cada movimiento conseguía que mojase aún más sus bragas, la faltaba poco para jadear sin disimulo.
Ya avanzada la tarde llegaron a un rincón apartado en la zona de Grecia, un escondite perfecto entre las columnas desgastadas de un templo olvidado. El aire vibraba, denso, y Valentina se entregó en cuanto Manuel la acorraló, atrapándola con su cuerpo imponente. La miró con esa chispa canalla, sus manos aferraron sus caderas y la alzó con fuerza, haciéndola temblar. «Aquí tienes mi monumento», gruñó, su voz áspera rozándole el oído mientras hundía su miembro dentro de ella. La mujer sintió el calor ya conocido de aquella verga arrolladora y se arqueó sin control. Sus piernas envolvieron ansiosas la cintura de Manuel, que respondió empujando con más brío, su torso duro aplastándola contra la piedra. Las uñas de Valentina se clavaron en sus hombros y espalda, marcándole la piel mientras gemía suplicante y rendida. El hombre mordía la boca de esposa en un beso salvaje mientras su polla, esa bestia descarada, la dominaba estremeciéndola desde sus nalgas hasta su cabello y ella se deshizo licuada ante las embestidas primitivas y brutales de su hombre.
Al final del día, sentados en una terraza con vistas al parque, Valentina no tenía ni idea de qué iba aquello. ¿Un homenaje a la antigüedad? ¿Un batiburrillo de culturas clásicas con montañas rusas? Ni lo sabía ni le importaba. Manuel, con una cerveza en la mano, sonriendo seguro de sí mismo, le hablaba de volver otro día «para verlo bien», pero Valentina sólo podía pensar en cómo el verdadero espectáculo no estaba en las atracciones, sino entre las piernas del hombre que la había abducido sin necesidad de efectos especiales.













