¿Alguna vez has sentido cómo te arrancan el alma y, aun así, pides más? ¿Qué haces cuando encuentras a alguien que es igual de cabrón que tú, pero juega mejor?
Esta es la historia de cómo el amor no te salva. Te destroza.
Clica para saber cómo se juega.
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Amor a quemarropa
Nunca he creído en el amor. Es un cuento chino para pringaos, una excusa para los débiles, para los que se agarran a un clavo ardiendo con tal de no enfrentarse a lo que de verdad importa: el momento. Yo siempre he sido de los que viven al día, de los que mandan a la mierda las reglas y cogen lo que quieren sin pedir permiso ni dar explicaciones. Mi reino son los bares, las camas ajenas, las risas compradas y las madrugadas donde todo está permitido y nada importa. Vivía como un rey, un cabrón invencible, hasta que apareció ella.
Ni siquiera sé qué fue lo primero que me llamó la atención de esa mujer. Quizás sus ojos, que parecían decirte que te largaras antes de que te rompieran en mil pedazos, o su boca, con esa sonrisa de medio lado que te desafiaba sin decir una palabra. Pero te digo algo: ella no era guapa. Era mucho mejor. Era peligrosa. De las que no tienen miedo a nada ni a nadie. Entró en el bar una noche, al igual que si lo hubiera comprado. Tacones altos, vestido rojo que gritaba «mírame» y un andar lento, como si todo el local estuviera a cámara lenta solo para que ella luciera. No miraba a nadie. Bueno, a casi nadie. Me clavó los ojos y supe que estaba jodido.
Se acercó a la barra con una calma que me puso de los nervios, pidió un trago sin molestarse en decir qué quería con exactitud. “Lo que sea, pero que me queme”, dijo, y sonrió. Luego me observó. “¿Y tú qué miras?”, soltó, como si me estuviera haciendo un favor por hablarme. “A ti, y me gusta lo que veo”, respondí, porque si hay algo que no se puede perder con mujeres así es la cara. Ella sonrió de nuevo, pero no dijo nada. Eso fue peor, porque con el silencio ya me tenía atrapado.
Lo nuestro no fue una historia de amor. Fue una guerra. Ella no era de esas que te miran con dulzura o te esperan con paciencia. No. Te retaba, te ponía contra las cuerdas y disfrutaba viéndote caer. Si yo decía blanco, ella negro. Si yo intentaba imponerme, me dejaba claro que no sabía con quién estaba hablando. Era deslenguada, altiva, con una lengua afilada que te dejaba en evidencia sin ni siquiera pestañear. Y yo, que siempre he sido un cabrón con todas las letras, me di cuenta de que con ella no había nada que hacer. Y eso era lo mejor de todo.
Las noches con ella eran otra cosa. Un jodido huracán. Lo suyo no era hacer el amor. Lo suyo era el puro caos. Era el tipo de mujer que te hace sentir vivo y muerto al mismo tiempo, que te agota y te deja queriendo más. Nunca me había sentido así con nadie, y, joder, cómo me gustaba.
Pero todo lo bueno se acaba, y lo nuestro no iba a ser la excepción. Una noche cualquiera, después de una de esas discusiones que terminaban siempre en risas y cigarrillos, se levantó de la cama, se puso ese maldito vestido rojo y me miró con esa expresión que decía que tenía todo planeado desde el principio. —Esto se acabó. Ya me aburres—, dijo, con una frialdad que casi me hizo reír. Quise contestar algo, pero me quedé seco. Caminó hacia la puerta como si no pesara dejarme atrás, y cuando llegó al taxi, se giró. Me lanzó dos besos al aire, sonrió con esa maldita superioridad suya y se largó.
Al principio pensé que me daría igual. Bah, una más. Pero las noches sin ella eran un castigo. El silencio de mi cama era insoportable. Nadie olía así, ninguna tenía esa forma de hablar que te desarmaba o esa risa que parecía sacada de una película antigua. Me pasaba las noches con una botella en la mano, buscando en bares y entre piernas lo que ella se había llevado. Pero nada funcionaba.
Volví a lo de siempre: whisky barato, mujeres que no me importaban, risas que me sabían a polvo. Pero todo era distinto. Porque lo peor no era que se hubiera ido. Lo peor era que, aunque no quería admitirlo, me había dejado marcado. Una jodida cicatriz que no se borraba con nada.
Cuando alguien me pregunta por ella, me encojo de hombros y suelto algo como: “Una loca más, ¿qué quieres que te diga?”. Pero por dentro sé que me destrozó. Porque ella era como yo, aunque mejor. Más lista, más dura, más cabrona. La única que me ganó en mi propio juego.
Y aquí estoy, en el mismo bar, con el mismo whisky barato y la misma vida de mierda. Porque al final, lo único que me queda claro es que el amor no es para mí. A los cabrones como yo no nos rompen el corazón, nos lo arrancan, lo pisotean y, ¿sabes qué? Me gusta. Porque no sé vivir de otra manera. Mejor jodido que aburrido. Mejor muerto que mediocre.
Comprueba si has acertado el tema musical.
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