Una cita con @GalianaRgm: «Amor»

Dar clase e impartir determinadas materias puede resultar de lo más apasionante.

Amor

Soy profesor de Sociología en la universidad. La asignatura cuatrimestral que imparto es de las consideradas Marías por los alumnos ya que no hay que hacer examen final. Con asistir a clase, participar activamente en los debates y entregar los trabajos semanales, el aprobado casi está garantizado.

Mis alumnos rondan la veintena de edad, si bien hay treintañeros, y sólo una alumna que nació en el mismo año que yo y a la que su físico le resta por lo menos diez años del DNI.

La clase consiste en un debate a propuesta de un alumno. El primer día es por riguroso orden alfabético, por lo que el primero o el último de la lista son los elegidos. El primero podría ser el que mayor dificultad tuviera, ya que no ha preparado el tema sobre el que van a argumentar como sí podrán hacerlo el resto. Eso no es excusa, es un secreto a voces que, si eres el último o el primero, te va a tocar, así que mejor ven preparado, el aprobado no lo regalo con tanta facilidad.

El debate finaliza con el timbre de la clase. A lo largo de la semana recibo vía email los trabajos de cada alumno sobre lo acontecido en el aula. La nota final hace media entre la participación que hubiese el día de marras y los trabajos redactados.

La clase de hoy mis alumnos tardarán un tiempo en olvidarla.

Empecé por preguntar, como siempre, sobre quiénes habían traído un tema preparado. Levantaron la mano los habituales. En un grupo con un número de asistentes como el que tengo, siempre hay dos, tres, a lo sumo cuatro, que pugnan por destacar, por eso cuando alguien más levanta la mano le doy la oportunidad.

Los de siempre pusieron el brazo en alto, muy en alto, no fuese a ser que no los viera. Junto a ellos, y de forma más tímida, lo hizo un compañero. Este es de los que toma muchos apuntes, participa de forma escasa y entrega unos trabajos brillantes. Me extrañó que quisiera participar de inicio por lo que le di la palabra sin más.

—Sr. González Anchís, ¿qué tema ha elegido como objeto del debate?

La propuesta fue sobre el amor, no como concepto abstracto, como sentimiento.

Su exposición fue elaborada, coherente, aunque muy convencional. Tampoco a un chico con veinte años se le puede pedir que tenga una filosofía sobre el amor partiendo de una experiencia; por edad es complicado que suceda.

Pronto, las posiciones en el aula estuvieron definidas en función del rango de edad y de sexo.

Los veinteañeros son mayoritarios y tenían un concepto muy idealizado del amor: ellas buscaban al príncipe azul; ni se me ocurrió decirles que la vida les iba a enseñar que su existencia es un mito. Ellos sacaron el zapatito de cristal enarbolando la bandera de Cenicienta; tampoco les destrocé su ideal al respecto diciéndoles que las hermanastras son las que terminan por calzar el chapín con trucos de magia. Un buen día, la pobre muchacha sale por la ventana sin previo aviso y deja instalada una guerra cruel en la que el ingenuo príncipe resultará perdedor.

Los alumnos treintañeros no son muchos; definían el amor con palabras como responsabilidad y futuro. Aquí no había distinción por sexo.

El debate entre unos y otros estaba en su punto álgido cuando la alumna nacida en el 65 tomó la palabra:

—El planteamiento del debate de hoy es el amor —dijo con aplomo—. Soy, con diferencia, bastante mayor que vosotros, y mi edad me aporta una experiencia en la materia de la que vosotros carecéis.

»El amor es cuando a los veinte años, y llevando desde el instituto con tu pareja, comienzas a hacer planes a futuro para cuando termines la carrera. La vida está llena de color como un arco iris.

»Hay una fiesta en la facultad donde él estudia. Tú al día siguiente tienes un examen y te quedas en casa estudiando. Harta de clavar codos, decides presentarte sin avisar. Te arreglas para él, no para ti. Llegas allí. Te encuentras con que el hombre, con el que unas horas antes habías imaginado una vida perfecta, está allí comiéndole la boca de forma apasionada a otra.

»En ese momento sientes que no puedes respirar. El corazón te duele como si fuera a paralizarse. La visión se te vuelve borrosa, ya que las lágrimas te impiden ver con nitidez. Sales de allí, porque tus piernas te sacan sin que les des la orden para hacerlo. De regreso a casa, das tumbos por la acera, cruzas los semáforos sin fijarte si están en verde. Te comportas como si te hubieras bebido todo el alcohol de la fiesta universitaria. Entras en el portal. Te sientas en la escalera. Le das a la luz. La entrada debería iluminarse, pero todo sigue en penumbra. Te frotas los ojos todo lo que puedes, no quieres que nadie note qué ha pasado, y mucho menos tu madre, que para esto es toda una sabuesa. Subes por las escaleras, los diez pisos, andando en lugar de coger el ascensor. Entras, saludas.

“—¿Pronto has regresado…? — dice tu madre”.

»Le contestas con una voz que tus oídos no reconocen.

“—Salí a dar la vuelta a la manzana, necesitaba orearme”.

»Te vas a tu cuarto, tienes examen mañana. Cierras la puerta. Te sientas en el borde de la cama. El dormitorio, que antes de salir estaba pintado de rosa chicle, ahora es gris tirando a negro. Te preguntas dónde se han ido los colores. Sientes un dolor intenso, punzante, que te abrasa desde el interior y tardará un tiempo en desaparecer.

»Eso es el amor.

Al terminar su alegato, el aula estaba en silencio. Ninguno de los asistentes se atrevió a rebatir aquello.

Yo le lancé una mirada de complicidad y aplaudí. Ambos sabíamos que aquella era la mejor definición de amor que nadie podía ofrecer.

Mis aplausos se mezclaron con el sonido del timbre que indicaba el final de la clase.

Normalmente, los alumnos salen a la carrera con estruendo, como si fueran animales, escapan por la puerta del aula en la que han permanecido encerrados por espacio de cincuenta y cinco minutos. En esta ocasión lo han hecho cabizbajos, en silencio. Ella ha sido la última en salir, sin dejar de mirarme con insistencia. Al pasar junto a mi mesa, me ha dicho sonriente:

—Recojo al chico del instituto. Luego nos vemos en la cena, profesor Martínez.

Galiana

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Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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