Mi querida España (y 4)
Ya te conté en la entrega de la semana pasada cómo estaba el patio por Italia y cómo lo dejó allí el emperador. Pero, si me permites, me vuelvo un rato para España y así compruebas cómo estaba el de aquí. Si por Italia las cosas estaban pichí pichá y en Alemania pichí pichá al cuadrado con el luteranismo, aquí tampoco se tiraban cohetes ni había verbenas con eso de la grandeza imperial. Por ejemplo, los pecheros castellanos, levantinos o andaluces, como que tenían otras preocupaciones. Para todos ellos la primera era algo que llevarse a la boca, toda vez que aquella grandeza significaba muchas perras ―que el asunto había que mantenerlo― y Carlos no cesaba de pedirle más y más a su mujer, la emperatriz Isabel; y los pecheros bastante tenían con rezar para que al argelino y sus corsarios ―Barbarroja, el turco pequeño, y sus aliados seguían haciendo de las suyas― no les diera por asolar sus costas y, de paso, llevarse a unos cuantos para sus prisiones con los gastos pagados en unos cautiverios emocionantes a más no poder. Que se lo cuenten a Cervantes si se lo pasó en grande o no.
Carlos reclamaba perras y más perras para sostener aquel tinglado imperial; pues banqueros como los Grimaldi ― ¿te suena de algo el apellido?―, por citar a algunos, le reclamaban el cumplimiento inmediato de los asientos prestados —que me des la pasta, por concretar—; y a marinos como a Andrea Doria había que pagarle sus galeras, que tampoco era plan de que el hombre las cediera y no viera ni un maravedí por el uso de sus embarcaciones cada vez que lo necesitara el emperador. Todo eso, a comienzos de 1530. Dineros que salieron de las cuentas del clero castellano, pero no tanto como quería Carlos ―le pidió 700 000 florines y apoquinó 420 000 y ni uno más. Y bastante. Que, de inicio, ofreció 300 000.
Por otro lado, lo del argelino y sus corsarios que contaba líneas más arriba era el pan nuestro de cada día. Barbarroja mandó a uno de sus lugartenientes, un tipo al que por estos lares llamaban Cachidiablo, a ver qué pescaba por el Levante; donde encontró el apoyo de los moriscos de la zona, muchos de ellos con ganas de largarse para Argel hartos de aguantar lo que aguantaban todos los días. El tal Cachidiablo se largó a Formentera con el botín obtenido después de pegarse una vuelta por el litoral levantino, que fue grande en población cautiva y en lo que rapiñó.
Hacia allá se decidió enviar una pequeña armada compuesta por ocho galeras al mando de Rodrigo Portuondo, general de las galeras españolas, para darle sopas con ondas al susodicho Cachidiablo; de las cuales cinco encallaron en el viaje y las tres que quedaron en pie le duraron un suspiro a aquel fulano, cuya tropa dio matarile a Portuondo y a muchos de los suyos. Éramos pocos y parió la abuela.
En consecuencia, la cosa se ponía fea en el Mediterráneo, con la emperatriz Isabel pidiendo a su marido que vale ya de tanta tontería, que pusiera paz en el asunto y fuera contra Argel. No le hizo ―o no pudo― hacerle caso. Cuando se lo hizo, la emperatriz ya llevaba dos años criando malvas. La culpa la tenía Alemania, con la amenaza del turco grande por un lado y de Lutero por otro.
El valle de lágrimas y todo eso.
Después de leer viene lo de escuchar, ya sabes que el podcast y el post no son iguales.
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