Mi querida España (Y 3)
El Selu — José Luis García Cossío AKA El barrio— gusta de cantar «No vamos ‘pa’ Madrid». Y sin remordimientos, prosigue. Carlos lo hizo para España, que ya iba a siendo hora. ¿Remordimientos? Se supone que pocos. Más que nada porque le tocaba poner un poco de orden en casa, algo desmandada a tenor de los últimos acontecimientos vividos. Te recuerdo: Comuneros y Germanías.
Por si le hacía falta en el cometido, se hizo acompañar de lo mejor de cada casa: 4000 mercenarios alemanes, 28 falconetes —especie de artillería de campaña—, 15 cañones, 16 serpentinas, una bombarda de tal tamaño y peso que requería el tiro de 30 pares de mulas —¿qué? ¿Cómo se te queda el cuerpo? —, 2 trabucos y 7 más de gran envergadura, algunos de los cuales necesitaban el tiro de 34 pares de mulas… —que sí, que sí. ¿Cómo se te queda el cuerpo?, insisto— Más otros 1000 hombres para poner en condiciones el camino por el que debía pasar toda aquella tropa y otros 1000 carros para transportar la pólvora y la pelotería —pelotas para los arcabuces. No un grupo de palmeros de Carlos. De esos tenía por donde fuera—. Que sepas que todos estos detalles van a cuenta de Don Prudencio de Sandoval, que fue quien hizo relación de todo aquello que traía Carlos para poner su casa en orden. Que se fiaba menos que un político de una comisión de investigación pensando en lo que se iba a encontrar en su regreso.
¿Y qué había que poner en orden en la casa que era Castilla? Vayamos por partes, que diría Jack. Lo primero, qué ocurría en la Casa Real de Tordesillas con su madre, la reina Juana, y su hermana menor, Catalina; luego, arreglar la afrenta de Francisco I, que había entrado en Fuenterrabía —ahora Hondarribia, por si no la encuentras en el mapa— como Pedro por su casa; y para acabar, el premio gordo: qué hacer con el alzamiento comunero, toda vez que la germanía mallorquina, aunque seguía rebelde, no le preocupaba tanto como aquello primero. Eso sí le mosqueaba.
Que sí, que todas estas cosas le preocupaban, pero también cómo entrar en la residencia de su madre Juana; que no era un comunero cualquiera para hacerlo. Todo lo zumbada —se creía en la época. Pobrecita mía— que pudiera estar, pero reina de España al fin y al cabo; a lo que hay que unir cómo tratar el tema comunero, cuyos rescoldos todavía humeaban.
Y aquí salió a relucir una cara hasta entonces desconocida en el emperador: mostrarse como un rey justo y piadoso. O sea: perdón general para los que algo tuvieran que ver con el particular menos para los que ya estaban encarcelados. Porque eso quedó a potestad suya, dado que cuando llegó a Castilla lo hizo con el trabajo ya hecho, pues sus gobernadores ya habían decidido por él tras lo de Villalar. Por un lado mandaron a los líderes de la revuelta —Bravo, Padilla y Maldonado— para el otro barrio y por otro dejaron la suerte de diversos cabecillas comuneros encerrados en el Castillo de la Mota de Medina a la voluntad real.
El particular le costó darle bastantes vueltas a la cabeza hasta quedar en paz consigo mismo. Veinte días en Palencia —no es mal sitio, no— se tomó antes de llegar a Valladolid — donde lo hizo el 25 de julio de 1522— para pensarlo bien, porque la cosa exigía una reflexión profunda y sosegada. Nada de pasos en falso. Vale que los Comuneros se le habían levantado con un par, pero también era cierto que el movimiento había menguado tras la derrota de Villalar.
¿Qué hizo entonces? Lo que te he dicho: ser justo y piadoso. A los que estaban en encerrados los puso a criar malvas. Igualdad para todos y a seguir el ejemplo de Bravo, Padilla y Maldonado. Dura lex, sed lex, que dejó escrito Manuel Fernández Álvarez al respecto de dicho episodio en su monumental e imprescindible Carlos V, el césar y el hombre. Y vale ya de tanta sangre. Se acabó; nada de ensañarse contra los antiguos comuneros vencidos —«eso basta ya —dijo tajante—. No se derrame más sangre»—. Veintiún ejecutados en total, una cifra más que aceptable si tenemos en cuenta cómo se solventaban estos asuntos allá en el siglo XVI.
Entonces, es hora de volver a lo de Tordesillas. Juana estaría todo lo presa de sus desvaríos que quieras, pero no se dejó tentar por los comuneros. Ahora, su hija Catalina… Que si las malas compañías, que si los malos consejeros… Con ese cuento le fue a Carlos el marqués de Denia —encargado de velar por la estancia de ambas mujeres en Tordesillas—; quien abundó en que ya iba siendo hora de meter en cintura a su hermana pequeña, que luego pasa lo que pasa. Y lo hizo. Catalina, aún a sus tiernos catorce años, los tuvo bien puestos para escribirle una carta en la que le decía «Yo sé que a V. M. han escrito que le deserví en tiempos que la Junta [comunera] estuvo en Tordesillas… […] V. M. me escribió sobrello más recio de lo que yo merescía». ¿Por qué esta carta? Porque sabía de sobra con qué cuentos le habrían ido a su hermano mayor.
Cuentos chinos, en suma. Aquel marqués exageró la cuestión todo lo que pudo y más para hacerse imprescindible a ojos del emperador. Es más, después se pudo saber que le hizo pasar las de Caín a Juana —tanto de palabra como de obra. Ya sabes por dónde voy— y puso de vuelta y media —como ya has visto— a Catalina. La señora marquesa le hizo pasar las de Caín.
En definitiva, cuando Carlos llegó a Tordesillas se encontró con Juana presa de sus desvaríos y a Catalina con unas ganas locas —sólo las ganas, insisto— de marcharse de Tordesillas. Y poco más se sabe del asunto ni de cómo contentó a la hermana, ni tampoco del trato que dispensó a los marqueses encargados de la custodia de madre e hija. Con el tiempo Catalina se convertiría en reina de Portugal y Juana… Pues eso, en Juana. Por desgracia, la madre no tuvo la oportunidad de mejorar de situación.
Por cierto, antes de acabar el capítulo, ¿recuerdas que te dije antes que las tropas de Francisco I habían entrado en Fuenterrabía —ahora Hondarribia—? Bien, pues a eso únele el Milanesado, donde el francés estaba haciendo subir las acciones para una guerra. Guerra que se debatió en las Cortes convocadas en Valladolid durante 1523, a las que Carlos acudió pidiendo perras para formar un ejército como Dios manda para darle al francés hasta en el cielo de la boca. Las famosas hostialidades.
Después de leer viene lo de escuchar, el texto y el podcast no son iguales.
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