Qué marcha me llevas, Enrique
Una vez conocido a Francisco I, vamos con otro personaje de peso —en todos los sentidos— coetáneo al emperador Carlos V: Enrique VIII de Inglaterra.
Y sí, había prometido regresar a España, y a ello se puso. Lo que pasa es que viajaba, como dicen en mi pueblo —Valverde de la Vera, Cáceres. Precioso—, haciendo los ‘abobeos de San Roque’, que es ir pasando la figura del susodicho santo por aquella casa que lo solicita. Con Carlos, lo mismo. Que se marchaba para España lo tenía claro: el 23 de febrero de 1522 anunció a la ciudad de Burgos que iba para allá, pero fue salir de Flandes… De Bruselas no partió hasta el 2 de mayo para dirigirse a Malinas, y el día 5 todavía estaba en Amberes. Pues eso, los ‘abobeos de San Roque’.
Por fin, tras pasar por Brujas y Gante —«S.M parte mañana 23 para ir a Calés, y esto es sin falta… Ha ordenado su casa y hoy, día 22, se ha hecho publicación dello…», nos dejó como testimonio Martín de Salinas, embajador que representaba a Fernando en la corte de su hermano Carlos—, el día 24 llegó a Dunkerque —peliculón el del Christopher Nolan, si se me permite la morcilla—, la última plaza de sus dominios. De allí pasó a Calais, por entonces posesión inglesa, y de Calais a Dover, donde le aguardaba una recepción de ovación y vuelta al ruedo. Se trataba de la segunda ocasión que pisaba territorio inglés en menos de dos años. A diferencia de la anterior, Carlos había ganado en aplomo y seguridad ya sin el consejo y compañía de Chièvres, que llevaba un tiempo sirviendo de mantillo para criar malvas y demás especies florales.
Ahora, que Carlos retrasara su llegada a España para rendir visita a Enrique VIII no era porque sí, por eso de tener muchas ganas de ver a Enrique. Por el interés te quiero Andrés, pues quería camelarse al inglés de cara a la guerra con Francia. Como tenía cristalino que se iba a desatar las hostialidades con el francés, se imponía contar con buena cobertura marítima para los Países Bajos, caer de fábula a la corte inglesa en general y en particular a Enrique y al que le ayudaba a partir el bacalao, su poderoso ministro –cardenal– Wolsey.
¡Ups! Se me ha pasado un “pequeño” detalle. Error por mi parte, vale. Y es que Carlos partía con una ventaja: Enrique VIII era su tío por estar casado con Catalina, hermana pequeña de su madre, Juana. Eso ayudaba. Y Carlos lo bordó.
Para empezar, detallazo ante su tía, sí, pero también reina de los ingleses: bajó de su caballo —como Carlos III, según Víctor Manuel—, hincó una rodilla en tierra y le pidió su bendición. En definitiva, o que viene siendo camelarse a la corte inglesa. Actuación estelar que repitió en el cara a cara con Enrique; que podía haber ido de «mucho ojito, que soy el emperador. Que me pongo muy loco, ¿eh?». Pero no, se presentó ante él como un joven soberano atento a escuchar los consejos de su experto tío, más acostumbrado que él en lides internacionales.
El mes en tierras inglesas le vino fetén a Carlos. Además de recabar los apoyos necesarios para luchar contra Francisco I —«el verdadero Turco es el rey de Francia», le contestó Catalina al embajador Martín de Salinas—, también se llevó la preciada Orden de la Jarretera, impuesta por el propio Enrique VIII; visitó los grandes castillos de la Corona, como Windsor y Richmond; y disfrutó de banquetes y danzas en su honor como si no hubiera un mañana, en los que demostró su gran dominio de la pavana —«hizo el rey [Enrique VIII] gran banquete… y danzaron la pavana», recogió por escrito Martín de Salinas—, danza que consistía en dos pasos, uno sencillo y otro doble. Vale, ahora cierra los ojos e imagínatelo: se adelanta el pie derecho seguido del izquierdo para juntarlos, como caminando. Eso, el paso simple. El doble, adelantando el derecho seguido y adelantado por el izquierdo, para volver a adelantar el derecho y cerrar con el izquierdo con un último avance. Carlos arrasó con este baile, no digo más.
Como siempre, el pico y pala de los asuntos delicados, lo negociable, quedó para los diplomáticos; que ultimaron una alianza militar, económica e incluso dinástica. De esto último la china se la llevó María —la futura María Tudor—, de seis años, lista para lo que fuera menester. Hasta convertirla en emperatriz de Europa llegado el caso. Y para el caso aún le quedaban ocho años, dado que la costumbre de la época marcaba en catorce la edad para pasar de ser chiquillas a esposas. Alianza, en consecuencia, que obligaba a Carlos a aplazar sus esponsales —en teoría— durante ocho años.
Así que, rendida la visita al inglés, a Carlos le aguardaba España. ¿Qué le esperaba allí? Unas Cortes, las castellanas, para nada satisfechas por lo acordado por Carlos con la diplomacia de Enrique VIII; y urgiéndole para que se casara de una santa vez, que se le iba a pasar el arroz. Y como Carlos quería ganarse la voluntad de aquellas Cortes como fuera, se puso a ello. La nacionalidad de la futura emperatriz la tenía clara: portuguesa. Por lo tanto, caminito de España. A ver cómo le recibían allí.
Después de leer viene lo de escuchar, el texto y el podcast no son iguales.
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