Carolus Imperator Augustus
Arreglado lo de Germana, a la que Carlos empaquetó para Barcelona tras cumplir con creces la palabra dada a su abuelo Fernando, era momento de desempeñar el papel que la historia le tenía reservado: ser emperador. Ahí es nada.
La cosa se podría resumir de la siguiente manera: estando en Barcelona, donde acudió —entre otros muchos menesteres— a acompañar a Germana para esposarla con Juan, el duque de Brandemburgo, recibió la noticia de su nombramiento como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Y fue conocerla —tal que un 6 de julio de 1519— y anunciarla urbi et orbi a todo bicho viviente; y también acercarse al día siguiente, el 7 de julio —San Fermín. Aún no se estilaba, pero que quede el apunte—, a una iglesia y postrarse de hinojos ante Dios para agradecerle la dádiva. Tan contento, tan feliz. Peeeero…
Pero en Valladolid, en Medina del Campo, en Zaragoza o en Barcelona, donde se encontraba en ese momento, no era difícil encontrar conversaciones como esta que sigue por:
—Así que estamos delante del nuevo emperador… —comentó un noble barcelonés, por lo bajini, a otros semejantes en una recepción organizada por Carlos.
—Dicen que una de las primeras cosas que hizo fue acudir a la iglesia de Jesús para darle las gracias a Dios —añadió un segundo.
—No me extraña… —apuntó un tercero.
—¿Y eso? —quiso saber el primero ante la mirada del segundo, igual de sorprendido que él.
—Porque la fiesta nos va a salir por un pico —dejó caer el tercero, mirando a un lado y a otro para asegurarse de que nadie lo escuchaba—. ¡Al tiempo!
Le llegan a preguntar por el número del sorteo de Navidad de la época al colega, si hubiera habido, y lo clava. Por un pico y también por la cordillera entera. La del Himalaya, por ejemplo. Burro grande ande o no ande. Por sintetizar, en un mundo normal a Carlos le correspondía tal cargo de manera automática por ser miembro de la Casa de Habsburgo —al frente del Imperio desde los tiempos de Federico III, en 1440—, y también por ser nieto de Maximiliano, a quien sucedía en el cargo. ¿Qué pasa? Que este mundo nunca ha sido normal desde que las perras son las que son; y asociadas a las perras, un montón de cosas. Para empezar, Maximiliano no fue coronado emperador por el papa en 1493 —todo lo contrario que le sucedió a su padre, Federico III—, por eso sólo se le consideraba Rey de Romanos. Y aquí es donde se lio parda a cuenta de eso de quién sería el sucesor de Maximiliano, porque tocaba elegir emperador. Y se lio parda. Pero parda, parda. Repito. Por el asunto en sí, y por lo que trajo como consecuencias.
La culpa del embrollo la tuvo la Bula de Oro, promulgada por Carlos IV en 1356, que confiaba la decisión al criterio de siete grandes personajes: tres eclesiásticos —los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia—, y los otros cuatro: el rey de Bohemia, el margrave —cargo equivalente a marqués— de Brandemburgo, el conde del Palatinado y el duque de Sajonia. Es decir, Príncipes Electores. A los que dieron la turra —y algo más que la turra— todo lo que se puede y más los dos principales candidatos al cargo: Carlos y Francisco I de Francia.
Carlos no es que lo tuviera fácil. Más bien lo tenía chungo, para qué te voy a engañar, con respecto al francés. Para empezar, no conocía Alemania y tampoco hablaba alemán; sus diecinueve inviernos por entonces eran una barrera frente a los veinticinco palos de Francisco. Un mocoso, vamos; y la hoja militar de uno y otro eran como los partidos de las primeras rondas de la Copa del Rey entre un equipo gordo de Primera División y otro de Segunda B. A Francisco le adornaba la conquista del Milanesado, de la que presumía desde 1515; que fue vista y no vista. Lo más para la época. Una guerra relámpago en toda regla y Europa, con la boca abierta. Joroba con el francés y esas cosas. Así que conversaciones como la que sigue corrían de boca a boca por cualquier ciudad alemana del momento:
—Y el turco tocando las narices…
—Por eso necesitamos un emperador fuerte.
—Como el rey francés.
—Por ejemplo.
—Y de dineros no anda mal.
—Ya lo habéis dicho todo.
—Y a su Santidad, León X, le gusta mucho.
—Pues blanco y en botella…
Francisco. Lo que iba dentro de la botella, por dejártelo claro. ¿Y Carlos? ¿Alguna opción para el de Segunda B? Sí, que era cabeza de la Casa de Austria, que no es moco de pavo. Lo que acabaría pesando en la elección final; y también que su tía Margarita, más lista que el hambre, llevaba negociando con los Príncipes Electores alemanes casi desde que Maximiliano se pusiera a criar malvas, lo que ocurrió el 12 de enero de 1519.
Y es ahí, tras una serie de avatares que darían para escribir decenas y centenares más de líneas aparte de las presentes, cuando Carlos les dijo a los Príncipes Electores que recordaran aquella promesa que le hicieron a su abuelo, Maximiliano, de apoyarlo cuando llegara el momento de nombrarlo emperador. Io recordó. Tal cual; palabras acompañadas de perras para que no se les olvidara la promesa. Que no, que no, replicaron aquellos príncipes pegando volantazos con el traje de faralaes a ritmo de los Cantores de Híspalis.
Eso se tradujo en meses de negociaciones que fueron lo más parecido a una temporada completa de MyHyV —Mujeres y Hombres y Viceversa—, con los trapos sucios de cada casa a la vista de todo el mundo: que si ojo con Carlos, que es hijo de Juana y ya sabemos cómo está la mujer; que si un dictador al lado de Francisco es Santa Teresa de Calcuta, y a nosotros —los Príncipes Electores, defensores a ultranza de las libertades germánicas—eso nos pega…
En consecuencia, el asunto se votó el 28 de junio de 1519. El resultado, el ya sabido: Carolus Imperator Augustus.
Ahora, ¿recuerdas la fiesta a la que se refirió antes el noble catalán? La broma le salió a Carlos por unos 850 000 florines entre prebendas, regalos y demás a los Príncipes Electores alemanes —al cambio actual, que me ha costado, no te creas, unos 85 000 euros. Para la época, un pastizal—, a sus consejeros, a los arzobispos y a las ciudades imperiales, que aquí todo Dios pilló cacho y nunca mejor dicho—. Ojo, pastizal que no salió de los bolsillos del emperador, sino de los de banqueros como los Welser y los Fugger, entre otros. Dinero que trajo su miga, como veremos en posteriores capítulos. Que ya sabemos cómo son los bancos.
¡Ah! ¿Y Francisco? ¿Se iba a quedar de brazos cruzados, compuesto y sin imperio?
Se avecinan capítulos más que interesantes…













