‘Pa’ habernos ‘matao’ por @VictorFCorreas (serial sobre Carlos V): «¡Ay, mi Germana! manojito de claveles»

¡Ay, mi Germana! manojito de claveles

Pues sí: Carlos ya era rey de Castilla. Aquellas Cortes que tuvo que pasar e ir al dentista, tres cuartas partes de lo mismo; Cortes a las que tuvo que regresar en más de una y de dos ocasiones, pero no dando palmas con las orejas, precisamente, como en aquella primera ocasión.

Lo que cuenta, reitero, es que ya era rey de Castilla. Y tocaba dar cumplida respuesta a una de las exigencias/requerimientos de su difunto abuelo Fernando: que alguien se apiadara de su desvalida viuda, Germana de Foix; que no le faltara de , que no, que no, que cantaban los Cantores de Híspalis. «No le queda, después de Dios, para su remedio sino solo a vos», le rogó Fernando. Y por un abuelo se hace lo que haga falta.

Pero, claro, Carlos aún no había visto a Germana…

Situemos el percal antes de nada: Carlos, rozando los dieciocho inviernos. Germana, once años más que él. Once años, que son los mismos ahora y en el siglo XVI. Vale que ahora se sabe hasta latín a esa edad, pero esos dieciocho palos de Carlos…

Y pasó lo que tenía que pasar. Si ya lo resumió el gran Raphael cuatro siglos y pico después:

«Yo soy aquel que cada noche te persigue

Yo soy aquel que por quererte ya no vive

El que te espera, el que te sueña

El que quisiera ser dueño de tu amor, de tu amor…»

Que fue ver Carlos a Germana —recordemos: su abuelastra a todos los efectos— y eso: chiribitas en los ojos y la especial con las tres sandías alineadas. Unos ardores repentinos y la entrepierna gritando libertad sin ira, como Jarcha. Las crónicas de la época revelan que, ya en su primer encuentro, Carlos «besó y saludó a la Reina», lo que equivale a decir que esta no se me escapa. De hecho, su cronista, Laurent Vital, dejó escrito que “oí decir que había conquistado entonces el amor de una dama”. Y las malas lenguas empezaron a propagarse urbi et orbi. Valga el ejemplo que nos refiere el profesor Geoffrey Parker en su Carlos V, cuando el embajador Thomas Spinelly le fue con el cuento a Enrique VIII —tío político de Carlos, para más señas—, al que le dijo que «el rey está enamorado de una hermosa y gentil dama de la reina de Aragón». Blanco y en botella, y todo eso.

En definitiva, que le pegó fuerte. Germana aún estaba de muy buen ver, lejos muy lejos de padecer los estragos de la obesidad que le trajo por la calle de la amargura en sus últimos años de vida. Así que aquello fueron días de vino y rosas, con Carlos demostración va demostración viene de lo mucho que te quiero, que estoy coladito por tus huesos, mi reina. Ordenó organizar torneos en su honor, celebrar banquetes… “Y no era maravilla, porque a gentes enamoradas nada les es imposible”, escribió Vital al respecto. Lo que se dice estar más pillado que un visillo en la ventana. Pero la cosa no había hecho más que empezar.

Porque Carlos estableció su residencia en el Palacio de Valladolid. Germana, por su parte, siguió viviendo en su casona. Y quien piense que habría distancia entre ellos que lo vaya olvidando, que entre una y otra la distancia era lo que tarda un silbido en llegar de un punto a otro. Vamos que si se vieron. Tanto, que Carlos ordenó que se alzase un puente de madera que uniese palacio y casona. Dieciocho inviernos él —que nació en febrero, recuerdo— y veintinueve ella. Me ahorro lo de blanco y en botella; aunque Laurent Vital prefiere adornar su relato de un aire bucólico-pastoril que enternece. Y así habla del levantamiento del citado puente: «Para que el Rey y su hermana pudiera ir en seco y más cubiertamente a ver a la dicha reina». El puente aéreo del siglo XVI, pues Germana lo uso tanto como Carlos. Vital lo deja cristalino aquí: «Y también la dicha Reina iría al palacio del Rey…».

¿Hubo tema? Si a estas alturas crees que no… En consecuencia, Carlos se volcó —literalmente— en Germana sin parar, preocupándose de que nunca estuviera sola ni tampoco tuviera ocasión para el afligimiento; que, desde donde estuviera, Fernando, se sintiera satisfecho de haber confiado el cuidado de su esposa a tan cumplidor muchacho. Faltaría más.

Ahora, llegamos al bingo del capítulo. Y el bingo se llamó Isabel. Sí, mi colega Carlos dejó preñada a su abuelastra, aunque al respecto hay una polémica que ríete de las algunas galas de entrega de los Premios Goya. ¿Sí o no la dejó preñada? Para empezar, y como el asunto ya cantaba por soleares, cada uno tiró por su lado, pero de aquella manera. Por ejemplo, Carlos se ofreció a acompañar a Germana hasta Barcelona, donde se casó con el Marqués de Brandemburgo, miembro de su séquito, en 1519. Y fin del asunto. Cada mochuelo a su olivo.

¿Y qué pasa con el bingo? Me refiero a Isabel. Pues que creció en la corte de la Emperatriz Isabel, la esposa de Carlos, alejada de su madre.

Bien. Pero ¿cuándo se supo que Isabel su hija? Reitero: sobre el asunto hay no poca polémica y palabras unas más subidas que otras entre historiadores —que las hay. Lo de Playa de Omaha, una tontería como te pille una de ellas en medio—. La cosa se supo cuando Germana cerró sesión en 1536. En su testamento, como cuenta el profesor Parker en aquella biografía a la que me referí con anterioridad, Germana dejó un importante legado: «Ittem, legamos y dexamos aquel hilo de perlas gruesas de nuestra persona, que es el mejor que tenemos, en qual ay çiento y treinta tres perla, a la serenísima doña Ysabel, Yfanta de Castilla, hija de la Magestad del Emperador, mi señor e hijo, y esto por el sobrado amor que tenemos a su Alteza”.

Fue su viudo, el duque de Calabria —se casó dos veces, que el marqués de Brandemburgo se puso a criar malvas en 1524—, quien envió una copia del testamento a la emperatriz «porque por ella vea Vuestra Magestad el legado de las perlas que dexa a la serenísima infanta Doña Ysabel”. Joya cuya existencia quedó demostrada por el inventario dejado por la emperatriz, dividido entre sus hijos en 1551. Y que se sepa, Carlos no tuvo ninguna otra hija más que se llamara Isabel…

Así que, una vez contada la cuestión de Germana, es el momento de acompañarlo en uno de los momentos más gloriosos de su existencia: la coronación como emperador.

@VictorFCorreas

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