‘Pa’ habernos ‘matao’ por @VictorFCorreas (serial sobre Carlos V): «Duros de pelar son estos castellanos»

Duros de pelar son estos castellanos

Convencer a Juana resultó algo relativamente sencillo para Chrièves. Vale que le allanó el camino al colega, pero también Carlos puso de su parte mostrando cariño, comprensión y ternura hacia su madre y lo que hiciera falta. El trono de Castilla ya era su suyo y quedaba refrendarlo en Valladolid, ante sus Cortes, y eso fue otro percal. Y menudo percal.

Para empezar, Carlos entró en Valladolid a lo grande, exhibiéndose a gusto. Como queriendo decir: «Que os quede claro quién os va a gobernar a partir de ahora». Él lo tenía claro, desde luego. Los vallisoletanos, en particular, y los castellanos, en general, no tanto. ¿Qué vieron unos y otros? Mucho poderío, sí, pero también demasiados extranjeros rodeando la figura de un imberbe Carlos, que apenas sobrepasaba los diecisiete años. Las pirañas que decía ver Juana.

―Así que ése es el hijo del rey Felipe…

―Él es.

― ¡Que nuestro Señor nos proteja si es igual de malo que el padre!

Este diálogo entre dos vallisoletanos presentes en tan peculiar desfile por las calles de la ciudad se repetiría de boca en boca. Porque ésa era la realidad: Carlos era el hijo de Felipe el Hermoso; al que los castellanos contestaban lo que Diego el Cigala —«¡atrás»— con aquello que no le gusta, cuando se les preguntaba sobre el particular.

― ¡Virgen santísima, pero si es un crío!

―Pensaba que sería más mayor…

― ¡Que nuestro señor nos proteja si éste es quien ha de gobernarnos!

Ése era otro detalle que tampoco convencía en demasía a la gente de Castilla: la edad de Carlos. Un crío comparado con los gobernantes a los que estaban acostumbrados: Isabel y Fernando, el cardenal Cisneros… Un mocoso, para qué marear más la perdiz. Y en manos de extranjeros. Porque, para colmo, quien caía simpático de verdad al pueblo castellano era Fernando, su hermano menor.

Total, que gran demostración de poderío del joven Carlos y su entorno, pero el calor de la recepción castellana haría dar palmas con las orejas de alegría a un pingüino. Ole con ole. A modo de ejemplo, los pobres arcos triunfales levantados en su honor por las calles que atravesó el desfile. El cronista Lauren Vital, a modo de disculpa, llegó a decir que la gente de Valladolid «no tiene costumbre de estas cosas». Con un par.

Así, en medio de tanta pasión mostrada hacia su persona —desbordante es poco—, se enfrentó Carlos a las Cortes de Castilla, que comenzaron el 9 de febrero de 1518; más calientes que el palo de un churrero, conocedoras de los favores y mercedes concedidos a sus acompañantes flamencos. A destacar estos: el nombramiento de Chièvres como capitán general del mar en la Corona de Aragón y Almirante de Nápoles —había que recompensarle por los servicios prestados—, amén de señor de distintos territorios; el obispado de Tortosa para Adriano de Utrecht —el futuro papa Adriano VI. Para que fuera calentando—; y el arzobispado de Toledo para Guillermo de Croy, de la misma edad que Carlos. O sea, la perla de la Iglesia española en manos de un crío —veintiún palos tenía en ese momento. Ordenado cardenal por Su Santidad, León X, el año anterior— cuyo mayor mérito era ser sobrino de Chièvres. Venga, que seguimos para bingo.

Las Cortes de Castilla recibieron a Carlos con tanto calor como el que se estila en la Antártida —lo del pingüino de antes y su zapateado flamenco—. En ellas, Carlos dijo lo que esperaba de su pueblo: que le soltaran la guita para hacer frente a su reinado y a las amenazas que se cernían sobre él. Los cortesanos, pues eso, como el palo del churrero. La indignación creció conforme avanzaron las sesiones. A lo de «a mí tratadme de divina majestad, nada de alteza y todo ese rollo que os gastáis por aquí» se le unió que las Cortes estaban más mosqueadas que un pavo en Nochebuena por aquello de la incapacidad de la reina legítima —o sea, Juana— para gobernar. Que quién se había encargado de asegurarlo.

No obstante, aquellas Cortes finalizaron de manera favorable para Carlos: 200 millones de maravedíes a pagar en tres años. Eso sí, siempre que se comprometiera a aprender castellano —que ya iba siendo hora. Dónde iba a parar un rey que no tuviera ni pajolera idea de la lengua del reino que iba a gobernar—; a no conceder más cargos a extranjeros —vale ya, le dijeron—; y que el infante Fernando no saliera de España hasta que Carlos tuviera hijos. Por si las moscas.

Una vez finalizadas las Cortes, Carlos respiró. Y fue cuando decidió dar cumplida respuesta a una de las exigencias de su abuelo Fernando: que alguien cuidara de su mujer, la joven y guapa Germana de Foix, una vez muerto él.

Vaya si se ocupó de ella.

@VictorFCorreas

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