Madre no hay más que una
Carlos ya estaba en España. Ahí lo dejamos en la anterior entrega, de viaje por las tierras de Castilla. Valladolid era destino final y Tordesillas, parada obligatoria. Allí penaba su desgracia –y lo que aún le faltaba por penar— una mujer llamada Juana, viuda de un casquivano con aires de grandeza, hija de un padre que la trató de todo menos de eso, y madre de quien venía a despojarla de la poca dignidad que le quedaba. Para liarse a tobas con todos ellos hasta que los dedos se le quedaran en carne viva.
Y eso que tanto Carlos como Leonor, su hermana, que le acompañaba en el viaje, estaban deseando verla. Ese sentimiento tan natural, tan humano. Que madre no hay más que una; y más después de tantos años sin verse las caras. Pero Guillermo de Croy iba a su rollo. Para él, la cosa tenía un fin material —sentimentalismos, los justos—: visita a la madre, que también seguía siendo reina, y presentación de los respetos que hicieran falta. Pero que Carlos iba a ser rey estaba cristalino. No obstante, aquel detalle, a ojos de los castellanos, era cuanto menos interesante. Buena parte del futuro político próximo de Carlos iba a depender de dicha visita.
Lo que ocurrió el 5 de noviembre de 1517.
—¿Quién fue el primero en ver a la Reina?
Blanco y en botella, y da igual que sea en botella, en polvo o como sea: Chièvres. Había que tantear el percal, comprobar en qué estado se encontraba Juana; y, a ser posible, inclinarla con benevolencia hacia el terreno de su hijo. Ambos se conocían ya desde la estancia en Juana en Bruselas. Aquel encuentro pudo ocurrir más o menos como sigue.
―Os encuentro muy bien señora.
—Pirañas en el Duero. Lo que nos faltaba —replicaría Juana, sin mirarlo—. Pues sí, ya veis, divinamente entre cuatro paredes. Una alegría en el cuerpo que no me la puedo aguantar
―Han venido vuestros hijos a veros, mi señora.
―Catalina ya está aquí que yo sepa.
―Carlos y Leonor. ¿Acaso ya no os acordáis de ellos?
― ¡Ah! Carlos…
―Viene a veros, a daros todo el cariño que merecéis —proseguiría el otro con tono conciliador, con esa sonrisilla suave por la que asomaría un colmillo que daría pavor a cualquiera—. Pero también quiere velar por vos.
—Pues vale…
—Viene a descargaros de tanta responsabilidad, mi señora.
―Que sí, que vale.
Chièvres no tenía un pelo de tonto. Juana debía delegar en su hijo Carlos, pero con tacto, sin usurpar los derechos legítimos de la reina. Por mucho que el cuerpo le pidiera acabar con aquello por las bravas, era necesario obtener el beneplácito y la aprobación por parte de Juana. La reina, que no se te olvide. Ahí estaba el quid de la cuestión.
― ¿Los dos? —retomaría Juana el diálogo tras recrearse en su silencio.
― ¡Deseando reencontrarse con vos!
Lo que vino después fue una de esas escenas que tanto gustan en las películas. Reencuentro, abrazos… Nada de protocolo. La emoción a flor de piel. Carlos alabando el buen estado físico de su madre, su belleza —37 años tenía Juana por entonces—, la salud que mostraba… Hasta que ocurrió lo que ocurre cuando ha pasado tanto tiempo desde que se vio a una persona querida por última vez: Juana no reconoció a sus hijos. Once años habían transcurrido desde la última vez que pudo tenerlos a su lado. Ya no eran unos niños de tres años (Carlos) y uno (Leonor). Que ya eran talluditos. En especial, el primero.
―¿De verdad que son mis hijos? ―soltaría Juana una vez respuesta de la emoción del reencuentro—. ¡Virgen santa! ¡Qué alto está este mozalbete! Y tú —después, a Juana—, ¡tampoco te quedas corta!
Una vez recuperados de la impresión, tuvieron para ponerse al día. Prácticamente una semana. Suficiente, asimismo, para que Carlos y Leonor decidieran qué hacer con su hermana pequeña, Catalina, a la que ni siquiera conocían. Diez años tenía la menor, siempre al lado de su madre y vestida de tal manera que en nada aparentaba ser nieta de los Reyes Católicos. A ello se dedicarían ambos hermanos mientras duró su estancia en el Monasterio de Santa Clara, en Tordesillas, antes de partir hacia Valladolid.
Y también fue en Santa Clara donde Carlos y Chièvres —Guillermo de Croy, no te me vayas a perder— recibieron la noticia de la muerte del Cardenal Cisneros, Gobernador del Reino de Castilla, ocurrida el día 8 de noviembre. En consecuencia, Carlos ya tenía vía libre para acceder a la corona del Reino toda vez que Chièvres se había encargado de dejarlo todo atado y bien atado para los intereses de su representado.
Y no le costó demasiado convencer a la reina. No lo cuento, lo relato:
― ¡Cuántos reinos que gobernar os ha concedido nuestro buen Dios! ―argumentaría ante la reina Juana el día en que ambos se entrevistaron. Ese colmillo a medio enseñar. Goteando―. ¡Y qué pesada carga resulta impartir orden y justicia en ellos! Verdad, ¿mi señora?
―La invasión de pirañas ya ha llegado ―apuntaría Juana. La mirada, perdida. Dónde. Donde sólo ella sabía—. ¿Y?
―Pero para eso está vuestro hijo Carlos… ―dejaría caer el otro con intención, con esa sutileza tan suya―. ¿Acaso no sería mejor para vos dejarle a él la carga del Gobierno y descansar? ¡Cuánto ganaríais con ello!
Juana asentiría los argumentos de Chièvres en silencio, en su mundo. Éste, viendo que todo marchaba según quería, remataría la jugada:
―Haríais bien, señora, en entregarle desde ahora el cargo a fin de que aprenda a regir y a gobernar vuestro pueblo.
Carlos pasó aquella semana junto a su madre siendo ya rey de facto. Juana accedió a todo lo que Chièvres le propuso. Un sí, bwana, en toda regla, pero revestido del tacto de un tipo más que acostumbrado a bregar en esas aguas y aún peores. Así, y a ojos de todos, Carlos quedaría como un buen hijo ante su desventurada madre, preocupado por aliviarla de la casa carga de gobernar sus territorios. Que ya me sacrifico yo por ti, y tal.
Le esperaban Valladolid y sus Cortes. Harina de otro costal, como veremos en la siguiente entrega.













