El bodorrio de Enrique y Catalina
El 11 de junio de 1509, Enrique y Catalina se dijeron sí quiero, sí consiento, etcétera, etcétera. Aquello fue un flechazo, porque en cuanto la vio se fue derechito a por ella; porque Catalina estaba como un queso —de tez blanquísima, pelo rojizo y mirada viva, cuentan las crónicas— y para colmo era de familia bien —educada, viva e inteligente—. Un chollo. Claro que para que aquella boda tuviera lugar había que sortear un “pequeño obstáculo”: y es que Catalina se había casado previamente con Arturo, hermano de Enrique.
Para resumir, Enrique VII, el padre, veía chungo el asunto de que su familia —los Tudor— perdurara en el trono porque estaban los York con el colmillo afilado. Chungo no, lo siguiente. En consecuencia, había que establecer una relación con una familia fuerte. Y ahí estaban sus católicas majestades y varias hijas listas para ser casadas. Pero la cosa no duró más allá de un año por culpa de una enfermedad que los dos, Arturo y Catalina —que tenían quince años por entonces—, pillaron y el que la palmó fue él. Total, que se recurrió al Papa de Roma, se le dijo que los recién casados no habían hecho uso del matrimonio —que no lo habían catado, vamos. Aunque este asunto también trajo cola después, y no fue la de Enrique— y aquí paz, después gloria, y nueva boda para Catalina, ahora con Enrique, el hijo menor.
Claro que Enrique padre no estaba del todo convencido con la boda, pues con la muerte de Isabel, la madre de Catalina —AKA la Católica— quien heredaba el reino de Castilla era Juana y como que Catalina ya no era tan importante. Pero fue palmarla Enrique VII, subir al trono su hijo, el octavo Enrique, y decir éste adelante con la boda.
La boda fue por todo lo alto, y eso que se celebró dos meses después de que Enrique padre pasara a mejor vida —aún no ha vuelto nadie de ella para afirmarlo o desmentirlo—, que tuvo lugar, como dije antes, el 11 de junio de 1509 en la Iglesia de Greenwich. No, no fue en la Abadía de Westminster. Allí los coronaron unos días más tarde. Y fueron felices durante unos pocos años, Enrique se fiaba a pies juntillas de todo lo que le decía/aconsejaba Catalina. Tanto es así, que se cuenta que mientras él andaba por Francia guerreando, ella arengó a las tropas inglesas vestida con armadura antes de que aquéllas dieran para el pelo a los escoceses en Flodden Field. La batalla se ganó, pero Catalina perdió el hijo que esperaba.
Y ahí la cosa se torció, porque Catalina enganchó un embarazo fallido tras otro; y de las seis criaturas que trajo al mundo, sólo una —bautizada como María— alcanzaría la mayoría de edad. El matrimonio anduvo así así, entre tumbos, con más bajos que altos, hasta que Enrique se encaprichó de una joven llamada Ana. Después, lo que pasó lo podéis encontrar en cualquier libro de historia o página de Internet. Basta con ponerle una v y tres palitos seguidos a Enrique —VIII—, a Catalina la coletilla ‘de Aragón’ y a Ana el apellido Bolena, y ya.













