En los años 70 se pusieron de moda las películas de catástrofes, y cada cierto tiempo la industria cinematográfica vuelve a lo mismo. Hemos cambiado los accidentes de aviones, los hundimientos de barcos, los incendios en rascacielos, por asteroides que quieren chocar contra el planeta, por invasiones extraterrestres, por volcanes en erupción etc.… En todas, el argumento siempre es el mismo, un gran cataclismo, la humanidad abocada al desastre, y unos pocos valientes que nos salvan de todo. El problema del cine es que la peli acaba en el momento más interesante, obvia, de modo consciente, contar los efectos que el siniestro ha provocado tras el supuesto final feliz.
Imaginemos que en una parte del mundo hay 180 personas intentando controlar una explosión nuclear, el resto de sus compatriotas están a más de 30 kilómetros; el mandatario de la nación se dirige a los suyos para que emitan las plegarias oportunas desde la calma, mostrando su preocupación y su confianza en los elegidos. La humanidad, expectante, espera que todo acabe bien, aunque eso signifique sacrificar a 180 de los nuestros.
Dicho así podría ser el argumento de una película a las que anteriormente hacía alusión; el problema es que no es ciencia-ficción, una vez más la realidad supera lo imaginable.
En Fukushima, 180 elegidos intentan contener lo incontenible, minimizar daños aún a costa de sus propias vidas. No lo hacen por ese intachable estoicismo y civismo, genética que tiene los nipones decimos los occidentales, lo hacen porque nadie mejor que los japoneses para saber las consecuencias a corto, medio y largo plazo que provoca una explosión nuclear.
Pase lo que pase en Japón seguirá rigiendo el tatemae/honne, ese comportamiento que aprenden desde el nacimiento y les conmina a no expresar en público aquello que creen puede ofender a los demás, y les obliga a que solo con la gente cercana se dice lo que se piensa de verdad. Si somos capaces de comprender esto, seremos capaces de entender su aparente tranquilidad ante situaciones tan descontroladas como el terremoto y el tsunami que les han devastado para enfrentarse, a renglón seguido, a una alerta nuclear mientras hacen la compra en el supermercado con total orden y diligencia.
Puede que aprendamos la lección sobre las nucleares, probablemente no. Lo que está claro es que después de esto algo debería cambiar por mucho que nos de pavor alterar el orden de las cosas. Ya lo escribió Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su novela “El Gatopardo”: “Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi» (Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie).
Galiana